Nada de esto significa que tal sector de nuestra derecha y sus ideólogos estén demasiado dispuestos a emular al Reino Unido. Con centrarse en lo económico y en sus apoyaturas intelectuales es más que suficiente. A los dispuestos a mover hacia atrás las manillas del reloj en temas que en aquel país despiertan escasas emociones (aborto y el equivalente de la educación para la ciudadanía son meros ejemplos), no les interesa examinar el amplio abanico de instrumentos institucionales de defensa de los valores propios de una sociedad democrática, pluralista, multiconfesional y todavía con fuerte impronta laborista. Si acaso, seguirán con entusiasmo la erosión que de esta última propugnan los sectores ‘tories’ más montaraces.

Todavía no hemos visto a nuestra derecha anglófila (sin olvidar al expresidente Aznar y su imaginativa FAES) debatir acerca de las posibilidades para mejorar en la práctica diaria la igualdad de derechos entre los ciudadanos, con independencia de su género, religión, orientación política o etnicidad. En los últimos años se han registrado avances sustanciales allende la Mancha.

Bajo el mantra de que se trata de valores constitucionalmente protegidos (se oculta que por una judicatura que en gran medida sigue anclada en concepciones del pasado) la derecha española evita meditar sobre el hecho que su defensa requiere un armazón jurídico e institucional plenamente adaptado a los convenios internacionales asumidos. Aquí vamos hacia atrás, como demuestra la insistencia en mantener la discriminación entre ciudadanos de primera y de segunda. A estos últimos se les niega, por ejemplo, el derecho a extraer las consecuencias de una memoria histórica en imparable vía de recuperación. Quizá en la creencia de que la economía saldrá de su caída libre si, ¡cielos!, se repusieran los miserables cinco millones de euros cercenados este año de los presupuestos y con los cuales se financiaban investigaciones y exhumaciones sobre los crímenes del pasado franquista.

Por el contrario, los ingleses han hecho esfuercillos por ensamblar en textos legales fácilmente comprensibles las múltiples disposiciones, a veces un tanto contradictorias, que ya regulaban la prohibición de prácticas discriminatorias. De aquí la Ley de Igualdad de 2010 y el cancerbero que vigila su exacto cumplimiento: la Comisión para los Derechos Humanos y la Igualdad. Su tarea estriba en orillar en lo posible las dudas y obstáculos que los variados segmentos sociales puedan encontrar a la hora de aplicar la ley. Entre ellos el sector público, los suministradores de servicios, los patronos, el sistema de enseñanza, etc. ¿Cómo se hace? Mediante códigos de buena conducta, aprobados tras consulta con los interesados y teniendo en cuenta las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Recientemente tres de estos códigos han adquirido fuerza de ley.

En un país como el nuestro que en el día a día sigue reconociendo privilegios extraordinarios a la Iglesia Católica puede sorprender que el código sobre la libertad de religión en el lugar de empleo se aplique no solo a cristianos, judíos y musulmanes (¡faltaría más!) sino también a los fieles de las religiones asiáticas y africanas, los seguidores de Zoroastro e incluso a los paganos, druidas y ateos, que de todo hay en la viña tanto del Señor como en la inglesa.

La lucha por la libertad de atemperar la conducta a los preceptos de una religión o falta de ella no retrocede ante las empresas y el sector público. Veremos cómo evolucionan los mecanismos. Si tras el reciente triunfo en las municipales del xenófobo UKIP los ‘tories’ más ultraderechistas rompen los diques de contención, es verosímil que las islas británicas se conviertan en un crisol para el futuro de algunos de los rasgos esenciales de las democracias.