Y hay más: subidas de impuestos, zancadillas a los autónomos, barra libre a los defraudadores y, al final de todo, una ciudadanía decepcionada que se muestra escéptica con la política, con los políticos y con el sistema imperante, y que necesita alicientes para seguir creyendo en las instituciones y sus representantes.

El pueblo está cansado y el Gobierno hace oídos sordos mientras da titulares que distraen la atención de realidades que observan los de abajo, los que conviven con rentas cada vez más bajas en una realidad bien distinta a la que intentan vendernos, donde el paro alterna con puestos de trabajo, generalmente precarios y/o pendientes de un ERE. Realidades tan duras e increíbles, como que cada vez hay más niños en España que pasan hambre y colegios donde se les niega un plato de comida porque sus padres no pueden pagarlo y las becas son cosa del pasado.

El problema viene cuando se confunden los conceptos. No sé si porque interesa crear confusión o porque faltan alternativas y una parte se convierte en el todo a modo de metonimia. La semana pasada dije en un artículo sobre Gallardón y su postura ante el aborto, que “la democracia representativa está ignorando al pueblo”. Lo afirmé convencida de lo que decía, dando fuerza al verbo estar en su acepción según la RAE de “hallarse en un determinado estado”, porque creo que define el sentimiento popular: nos está fallando el sistema y las consecuencias de este fallo nos condenan a una espiral catastrofista donde somos menos libres y más pobres. Craso error, sin embargo el mío, el de confundir a un Gobierno que hace uso (o mal uso) de una mayoría absoluta con la de una herramienta que legitima lo mejor que hemos conocido en este país, es decir, la democracia. Es alarmante que la sombra de un Gobierno nos haga dudar de lo que ampara, finalmente, la libertad y los derechos de los españoles, algo tan importante y necesario como es la propia Constitución. Denostar la democracia en lugar de señalar con el dedo a aquellos que escudándose en el poder político olvidan que trabajan para y por el pueblo es un peligroso error que separa una línea frágil trazada a costa del esfuerzo de muchas generaciones. Defender la democracia representativa ha de ser el espíritu constructor de esta sociedad, que cada vez muestra más ganas de participar y decir en alto que hay que cambiar las cosas. Seguramente no sea suficiente votar cada cuatro años y dejarse hacer. El pueblo ha de pedir evaluación y explicaciones a aquellos que, una vez en el cargo, olvidan lo que prometieron en sus campañas electorales y desoyen lo que les piden aquellos a quienes representan, confundiendo la mayoría absoluta que les legitima con un híbrido absolutista que aleja a la ciudadanía y sus intereses. Ahí ha de estar la lucha, en no dejar que ningún partido se apodere de la democracia y la disfrace de tiranía. En parte todos somos responsables de que esto no ocurra. Responsables cada cuatro años en las urnas, pero también cada día en las calles, organizándonos, manifestándonos si es necesario y pidiendo que se cumplan nuestros derechos, aquellos que nos han costado muchos siglos adquirir y que se han conseguido gracias a la lucha de los que estuvieron antes que nosotros peleando por obtener una vida mejor en la que todos fuéramos iguales. Quiero creer en la democracia, porque necesito creer en mi libertad como ciudadana. Identificado mi lapsus y consciente del error, me pregunto si es casualidad que prolifere un sentimiento que culpa a la democracia de los males que causan aquellos que ostentan el poder, o si hay intereses que dirigen esa mirada de recelo hacia el sistema democrático, con la esperanza de regresar a tiempos pasados que nunca fueron mejores. Esperemos que la parte nunca se coma al todo.