Un fantasma recorre Europa. El fantasma del populismo: se escucha y discurre mucho últimamente sobre ello. Han sido muchas las aportaciones que, a lo largo de un año, han intentado arrojar luz sobre el fenómeno. En su conjunto delinean hilos conductores de alguna manera comunes a las muy variadas y ciertamente diferentes formas que adquieren dichos populismos en las específicas coordenadas nacionales de cada uno de los Estados miembros de la UE.
Entre esos rasgos comunes a todos ellos destacan los siguientes:
1) La elaboración de discursos y narrativas que enfrentan a un imaginario “pueblo” (supuestamente unitario y homogéneo; y no plural y recorrido de contradicciones sociales, como es la ciudadanía de las sociedades abiertas) pretendidamente confrontado con una “élite extractiva”: la de la “burocracia“, la “política” y “los políticos” y, últimamente, la “casta“.
2) Frente a problemas reales, caracterizados por su complejidad, los populismos europeos oponen respuestas simplificadas, monocausales, simplonas, invariablemente falsas e ineficaces o inútiles, cuando no directamente estúpidas: frente al empobrecimiento de las clases medias y trabajadoras (causado por un abyecto manejo de la crisis), los populistas no oponen propuestas verosímiles, más bien desvían la atención hacia un chivo expiatorio: el “Islam”/los musulmanes, las minorías estigmatizables (los judíos, los gitanos…), los extranjeros/inmigrantes, los europeos del Sur, la “política”/”los políticos”…
3) Enmienda a la totalidad de los problemas sistémicos, recurriendo a soluciones taumatúrgicas o de algún modo “totalistas“, ya sea sobre la UE, sobre la OTAN, sobre el cierre de fronteras, sobre la derogación del “régimen” o la apertura de una nueva “aurora constituyente”, cuyos contenidos u objetivos no son especificados.
Particularmente el surgimiento de Podemos es objeto de estudio y de perplejidad, no solamente en España, sino en toda la UE. Por un lado, es un Case Study; por otro, es un factor de asombro y cierta estupefacción. No se recuerda un ejemplo de fuerza política que haya transitado en tan poco tiempo –poco menos de un año- desde el status de “actor emergente” al de actor político capaz de reivindicar su carácter de partido de Gobierno y “disputar” en democracia la centralidad política, e incluso la hegemonía, en un sector de opinión singularmente sensible con las motivaciones de cambio.
Esa perplejidad se extiende al carácter inaprehensible de su magnitud política. No es fácil encasillar un fenómeno que se resiste a las categorías que nos eran familiares. No hay un debate de fondo acerca de sus propuestas, puesto que no hay soluciones específicas a los problemas planteados… y, sin embargo, se mueve.
Y no solamente eso: desde la Transición no se recuerda un caso parejo de complicidad mediática con ningún actor político, ni con la fabricación social de su arquetipo y su carácter. Medios de distinto accionariado y orientación editorial han concurrido objetivamente en su acunación, primero, y su expansión, después, en un tiempo tan sorprendentemente corto como recorrido de graves tensiones sociales. Por supuesto, en el interior de la propia productora mediática al servicio de su plataforma –La Tuerka– se vocean sus postulados sin asomo de crítica. Todos los formatos y programas de La Tuerka practican un seguidismo a la personalidad y a sus narrativas políticas que ofendería la conciencia democrática de la inmensa mayoría de los votantes socialistas.
Pues bien, el análisis ante este paisaje del hasta hace poco llamado “fenómeno” ha intentado dar cuenta de su discurso y sus respuestas de acuerdo con las experiencias de las que procedíamos. Ni una ni otra vía han sido, hasta ahora, útiles ni fértiles. Pues es sabido que la única forma de combatir una idea es con otra idea… pero resulta más arduo combatir un sentimiento. Los sentimientos por política no son fácilmente modificables ni intercambiables… ni siquiera contrastables. El sentimiento de que cualquier “vuelta de tuerca” en el sufrimiento causado por el manejo de la crisis, e incluso cualquier “mala noticia” (empeoramiento del empleo, casos de corrupción…) redunda en un incremento de los que se manifiestan dispuestos a votarles, como si votarles fuese remedio bastante.
El sentimiento que surfea Podemos es un estado de ánimo socialmente extenso, en que se entremezclan desafectos y agravios muy heterogéneos entre sí. Su único hilo conductor sería, aparentemente, el proclamado instinto de anticipación del “voy a votar a Podemos” ante cada nueva mala noticia –y ha habido muchas y muy malas a lo largo del nefasto manejo de la crisis-, y la simétrica extensión de un reflejo pauloviano: “más votos para Podemos” cada vez que tenemos noticia de un nuevo motivo de indignación o pesadumbre social relevante.
Resulta harto discutible encasillar a Podemos, en el espectro ideológico, como de “extrema izquierda”. No sólo porque, de manera deliberada, sus dirigentes disfrazan sus pasados y sus currículums –y todos tenemos pasado- en la transversalidad y en la ambigüedad intergeneracional, transversal e interclasista. Sino también porque resulta notorio que muchos de los que votaron a Podemos en las pasadas elecciones europeas, o manifiestan ahora su intención de hacerlo próximamente, no lo hacen desde posiciones etiquetables como de “extrema izquierda” o de “izquierda radical”.
De hecho, un alto porcentaje de quienes se manifiestan “dispuestos” a votar a Podemos (en unas encuestas, en torno al 40%) son antiguos votantes del PSOE; no una, sino varias veces apoyaron al PSOE en elecciones pasadas. Es más: antiguos militantes socialistas que se manifiestan “desengañados” o “hartos” de “intentarlo” en el PSOE, “cansados” de que nuestro partido no les haya gratificado o respondido lo bastante, exhiben públicamente su simpatía por Podemos y su voluntad de votarles. Hijos/as, hermanos/as, amigos/as militantes socialistas -que en modo alguno hubieran respondido en otras coordenadas vitales a la autodefinición como de “extrema izquierda”- han decidido avalar la expectativa Podemos, y surfear esa ola que anuncia la patada al tablero, el movimiento de ficha, la redefinición del paisaje, o el nuevo reparto de cartas y jugadores en la mesa –o todo lo anterior, al mismo tiempo- que su irrupción representa.
Pero que nadie se engañe: Podemos disputa no solo la centralidad política, sino el papel del PSOE y su espacio distintivo en la arena política. Su estrategia proclamada es pretender finiquitar al PSOE. Despachando para ello, con ofensiva arrogancia, las expectativas vitales del partido centenario fundado en 1879 por Paulino Iglesias Posse, el venerado Pablo Iglesias. El discurso de Podemos reza agresivamente: “estamos aquí por vuestros errores, y para vosotros ya es tarde para rectificar… os pongáis como os pongáis, la gente ya no os cree ni os va a creer ya más… porque se os ha pasado el tiempo”. He ahí un ejercicio de prepotencia dialéctica que debe ser expuesto a la luz en toda su claridad, porque muy bien podría activar el motor de una reacción potente de autoestima socialista, autodefensa y amor propio que reagrupe a cuantos que emocional y sentimentalmente rechacen no sólo ese injusto veredicto, sino el relato falaz y las inconfesadas premisas sobre las que se sustentan su pretensión de manera oportunista, a rebufo de la crisis y de una abyecta gestión que ha redundado en un injusto reparto de sacrificios y una exasperación de la desigualdad.
He leído atentamente el opúsculo de Pablo Iglesias “Disputar la democracia”. Pretende ser un repaso por los siglos XIX y XX de España. Su tesis central es falsa: la democracia constitucional –el despectivamente llamado “régimen del 78“- no sería sino un remedo de aquel viejo turnismo pactado, podrido y corrupto, muñido por oligarcas y caciques provinciales y rurales, entre los conservadores (Cánovas) y liberales (Sagasta) de la Restauración (1874), que entronó a Alfonso XII y la Constitución de 1876 tras la I República (1873).
Argumentar así supone despreciar, o ignorar, las enormes diferencias existentes entre el sufragio universal de la Constitución de 1978: sufragio censitario de finales del siglo XIX; entre la oligarquía caciquil y el pluralismo político; entre el turnismo pactado y la alternancia democrática a elecciones abiertas y realmente competidas con todas las garantías. Argumentar así es un insulto a la inteligencia histórica. Y urge como nunca antes –precisamente en consecuencia al hartazgo general con el engaño en la política- reivindicar la seriedad y el rigor intelectual frente a la brocha gorda. Y reivindicar así nuestra identidad histórica.
En este año 2015, los socialistas propugnamos una reforma constitucional profunda y seria. No un borrón y cuenta nueva, que equivaldría a una reimpresión de una antiquísima querencia española al volantazo pendular, con su secuela del arbitrismo y derrocamiento de regímenes por vías alegadamente “rupturistas” que demasiado a menudo han dado paso a asonadas, cuartelazos, pronunciamientos, golpes, guerras civiles o patéticas “vicalvaradas”. Todos autoproclamados luego como “insurrecciones” o como “alzamientos” del “noble pueblo español”, con discursos tan facundos como pomposos e inútiles en los balcones de las plazas de las Españas municipales e inframunicipales…
¿Reforma constitucional? Sí, sin duda, pero, por favor, en serio. Y cuanto antes: la ocasión de activar la reforma agravada descrita en el art. 168 CE es la de este final de legislatura, ya próximo. Adoptemos la iniciativa por mayoría de 2/3 en el Congreso y el Senado, disuélvanse después las Cortes (fin de legislatura), y ábrase con la siguiente legislatura un debate profundo y serio, como hace falta, para una reforma de caballo, la de una Constitución que, como he dicho y escrito, ha envejecido ante nosotros sin que la hayamos nunca permitido madurar.