Horas antes y después de los partidos, multitudes de personas de todas las edades y condiciones circulaban por las calles de las ciudades enarbolando insignias y banderas españolas. Los partidos se han seguido en plazas y lugares públicos, haciendo uso de abundantes signos identitarios nacionales.

Lógicamente, en un despliegue tan amplio y variopinto de “españolidad” se han dado exageraciones y excentricidades, generalmente de carácter festivo e inofensivo, pero lo importante y relevante ha sido el abundante uso de los colores nacionales como elemento de identidad y de puesta en común de una voluntad deportiva y de disfrute de un espectáculo que ha despertado bastante entusiasmo.

La voluntad de ser un pueblo, de asistir en común a unos determinados eventos y de enarbolar una bandera común, se piense lo que se piense sobre el fútbol como tal, revela que existen unos ciertos deseos insatisfechos y unas necesidades de identidad, que cuando surge la ocasión se exhiben con orgullo y alegría y sin mayor problema. Posiblemente, en la vida política española llevamos demasiados años discutiendo segregaciones y parcelaciones, enfatizando diferencias y recreándonos en complejizaciones de nuestras estructuras político-administrativas, sin tener en cuenta que una gran mayoría de los españoles, prácticamente en todos los lugares, están quedando un poco huérfanos de identidades y deseosos de poder expresar, aunque sólo sea simbólicamente y mediante una bandera y una competición deportiva, que son españoles y se sienten orgullosos de serlo, todos juntos, sin hacer daño ni menoscabar a nadie.