Los discursos que se han venido haciendo durante los últimos años sobre las excelencias del modelo económico imperante, que tendía a presentarse como algo incuestionado, escondían detrás de las bambalinas del lujo y el éxito la cruda realidad del hambre y la pobreza de millones de seres humanos.
Hasta que se fijaron los objetivos del milenio apenas se había hecho nada efectivo para paliar los efectos desestructuradores del hambre y la miseria extrema. La realidad de más de dos mil millones de pobres mundiales y la inhumanidad de 860 millones de hambrientos acabó desapareciendo prácticamente de los circuitos de información. Se cuenta que algunas televisiones llegaron a establecer prohibiciones taxativas de recoger imágenes de niños famélicos en los informativos que se emitían a las horas de la comida o de la cena, debido al aluvión de llamadas que recibían de telespectadores que se quejaban porque “les estaban dando la comida o la cena”, y que argüían que cuando veían tales imágenes “se les atragantaba lo que estaban comiendo”. Al final, también en este caso, se impusieron las leyes del mercado y los consejos de los expertos en audiencias y se estableció el más cínico de los silencios en torno a tales realidades crueles, de forma que los telespectadores volvieron a la rutina de “estremecerse” sólo un poco cuando se daba cuenta de la muerte en accidentes u otros hechos luctuosos de unas decenas de personas, mientras se ocultaba que varios miles de niños mueren cada día en el mundo debido a carencias y problemas relacionados con el hambre.
Mientras tanto, los economistas del éxito, los pro-hombres de los negocios y los inversionistas avispados nos han continuado cantando las excelencias de un modelo económico neoliberal y globalista que carece de la necesaria sensibilidad social y humana.
Pero, incluso cuando se produce alguna reacción, como ha ocurrido con los objetivos del milenio, las propuestas suelen ser bastante tibias e insuficientes. De hecho, fijar el objetivo de que en el año 2015 sólo haya la mitad de hambrientos que ahora –es decir, 430 millones– no deja de suponer la aceptación de algo que en sí mismo es radicalmente inhumano y que exigiría reacciones mucho más radicales y urgentes.
Hablando de estas cuestiones con mis alumnos y con los asistentes a algunas conferencias he propuesto a veces el siguiente ejercicio intelectual: imagínense –les digo– que llegaran a este Planeta seres inteligentes procedentes de otro lugar y que tenemos oportunidad de intercambiar con ellos informaciones y explicaciones. Lógicamente, ante seres aparentemente más inteligentes y avanzadas, nosotros empezaríamos presumiendo de nuestros logros científicos, económicos, culturales,… Les hablaríamos de los avances en biología, de la secuenciación del genoma humano, de los últimos equipos informativos, de las tecnologías de uso cotidiano, nos haríamos fotos con nuestros móviles de última generación, nos pavonearíamos de la “estación espacial” y las últimas expediciones a Marte, haríamos gala de nuestras riquezas, de nuestras empresas robotizadas, de la eficacia de nuestros sistemas económicos y de los elevados índices de consumo… Pero, quizás, en algún momento, ellos nos interrumpirían y nos preguntarían tímida y cortésmente por los hambrientos y los que tienen que sobrevivir míseramente. “¿Cómo es compatible todo eso con tantos éxitos, tantos lujos y tanta riqueza?”… El ejercicio intelectual que yo propongo a mis alumnos es imaginar la respuesta que dar a preguntas de este tenor y cómo podríamos justificar y defender –sin sonrojarnos– las excelencias y bondades de un modelo económico que posibilita tales situaciones extremas.