Sin duda, de estas tres ideas, la más acertada es la relativa a desarrollar una cierta capacidad anti-cíclica a escala europea, si bien la cuantía prevista es insuficiente para cubrir plenamente la caída de la tasa de inversión.
Sin embargo, es sorprendente que el ejecutivo comunitario se siga aferrando acríticamente a los fetiches de la obsesión por el control de los déficits públicos y el estribillo de las así denominadas reformas estructurales, casi siempre un eufemismo para reducir los derechos de los trabajadores y de los pensionistas, cuando los datos macroeconómicos ponen de relieve que dichas políticas no solo no han contribuido a salir de la crisis, sino que de hecho la han profundizado y alargado.
Basta para ello con comparar las tasas de crecimiento económico en Europa (da lo mismo si se toma la Unión Europea en su conjunto o la Zona del Euro) con las de Estados Unidos a partir de 2007-2008, país este que introdujo en su día un estímulo mayor, tanto en reducciones de impuestos como en aumento del gasto público, y que posteriormente no desplegó una política de ajuste fiscal a ultranza como la que se puso en marcha en Europa a partir del estallido de la crisis de la deuda pública griega en la primavera de 2010.
Pues bien, atendiendo a esta variable de crecimiento del PIB, la más utilizada por los economistas para interpretar la marcha de las economías, vemos claramente que la trayectoria en la Unión Europea, la Eurozona, y Estados Unidos es similar (aun cuando la caída fue mucho más pronunciada en 2009 en este lado del Atlántico), hasta el año 2011 cuando se empiezan a sentir los efectos del giro de las políticas de estímulo a la demanda a la búsqueda del equilibrio presupuestario, y donde se produce el gran diferencial.
La opción por el ajuste fiscal puede justificarse, si no en términos de crecimiento (no ha habido efectos positivos, más bien lo contrario) por la necesidad de preservar la moneda única y la estabilidad financiera, ante los ataques de los especuladores que se extendieron de Grecia a España, Portugal e Italia. De hecho, se pusieron en marcha planes de asistencia financiera a los países con dificultades para financiarse en los mercados a unos tipos de interés razonables, pero sujetos a una dura condicionalidad consistente precisamente en recortar el gasto público, subir impuestos y reducir los servicios del Estado del Bienestar, en una notable recreación de los fracasados programas de ajuste estructural impulsados por el Fondo Monetario Internacional en América Latina y África en la década de los ochenta del siglo pasado, y en Asia en los noventa.
Y sin embargo no han sido estas medidas las que han salvado al euro, sino la política monetaria que ha venido aplicando el Banco Central Europeo (BCE) a partir del verano de 2012, consistente en anunciar si fuera necesario, compras ilimitadas en la cantidad y en el tiempo de títulos de deuda pública de los Estados miembros, y en reducir prácticamente a cero los tipos de interés (el precio del dinero).
Por tanto, no basta solamente con lanzar un plan europeo de inversiones, por necesario y bienvenido que sea. Hay que corregir el sesgo pro-cíclico de la política económica europea, lo que requiere no solamente flexibilizar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), sino más bien es preciso revisarlo, para que los estados puedan desarrollar políticas de estímulo a la inversión y la demanda. El principio de estabilidad presupuestaria es importante, sobre todo a lo largo del ciclo económico y en particular durante la fase de expansión de la economía, pero no es un fin en sí mismo si no actúa en favor de la recuperación económica. El PEC debe ser una herramienta de crecimiento más que de estabilidad, la cual en estos momentos está garantizada por el BCE. La estabilidad presupuestaria volverá a ser una herramienta útil cuando termine la crisis.
Por último, una consideración sobre las reformas estructurales. Es cierto que la economía europea debe reformarse para aumentar su capacidad de competir globalmente y mejorar la productividad. Pero dichas reformas no son equivalentes a seguir desregulando el mercado de trabajo, ni esta política crea empleo a corto plazo, más bien lo contrario, al facilitar los despidos. Es llamativo que se ponga el acento en estas políticas cuando se han creado muchos puestos de trabajo con mercados de trabajo regulados en las fases expansivas de la economía. De lo que se trata es de encontrar nuevos motores de desarrollo distintos, en el caso español, del sector de la construcción. En cualquier caso introducir reformas del Estado del bienestar que al menos a corto plazo destruyen empleo y reducen la renta disponible de trabajadores y pensionistas es un sinsentido económico, además de socialmente injusto. El capítulo de las reformas por la productividad de la economía y la sostenibilidad a largo plazo del Estado social, y en particular del sistema de pensiones, solo debiera abrirse una vez se supere definitivamente la crisis económica, y siempre en el marco del consenso entre las principales fuerzas políticas y del diálogo social.