Los Juegos Olímpicos (JJOO), en cuanto gran espectáculo y rito laico global, se han constituido en el exponente más poderoso y paradigmático de este proceso; la presencia de los Jefes de Estado o de Gobierno en la reunión de Copenhague para decidir la ciudad sede de los Juegos de 2016 es buena muestra de ello. Las líneas maestras del poder mundial se están transformando y los BRIC (Brasil, Rusia, India y China), que pueden ser las potencias dominantes dentro de unas décadas, -por el momento subrepresentados en muchos aspectos de las relaciones internacionales, a pesar de representar el 25% del PIB mundial, el 65% del crecimiento y constituir una palanca poderosa para la recuperación económica-, juegan sus cartas en todos los ámbitos de poder y reclaman más influencia en las decisiones de los organismos internacionales, especialmente los políticos y financieros, pero también en los deportivos.

El Comité Olímpico Internacional (COI) es un organismo no gubernamental, como se sabe titular de los derechos referentes a la organización, comercialización y difusión de los JJOO, que no está dando continuidad a las reformas iniciadas en 1999, que pretendían hacer su organización y funcionamiento más transparentes y representativos y lograr una mayor sintonía con los objetivos de las Naciones Unidas. Pero el COI, a pesar de su tradicional conservadurismo, se mueve, y tiende a reproducir los cambios y relaciones de poder político y económico. Los JJOO constituyen un escenario más –ciertamente con un enorme impacto mediático- del tablero de poder mundial y el COI no ha hecho otra cosa que seguir el camino de muchos inversores capitalistas buscando los escenarios más rentables.

Por eso no debe extrañar que en Copenhague se decidiera bastante más que la sede de unos JJOO; la decisión era de contenido deportivo pero con una fuerte significación política. La designación de Río de Janeiro –y en su momento de Pekín- como sede de los JJOO de 2016 es una demostración de ello. No sería suficiente la existencia de la ley no escrita de la alternancia de continentes entre dos Juegos consecutivos, o el hecho de que Suramérica nunca haya organizado unos Juegos –África tampoco- y que algunos países europeos no votaran a Madrid pensando en sus posibilidades para el 2020, para explicar tal acuerdo. Además, tampoco se trataba de premiar en esta ocasión un proyecto deportivo técnicamente bien hecho –hay una coincidencia muy extendida que la oferta de Madrid era superior a la de Río, como así lo puso de manifiesto el informe del mismo COI -, sino otros valores.

Por ello bien podemos hablar en este caso de la crónica de una no-designación anunciada. Sólo el voluntarismo y la conveniencia política de algunos pudieron mantener la ilusión de muchos. El espíritu olímpico, que debe reforzarse como instrumento de solidaridad, consenso y entendimiento entre las naciones y contribuir a humanizar los sistemas sociales y las relaciones internacionales, tiene sus límites. Madrid, que ya es una ciudad olímpica con cerca del ochenta por ciento de las infraestructuras previstas terminadas o en construcción, con experiencia y un apoyo social elevado, está en condiciones de volver a intentarlo. Pero en el futuro las tendencias señaladas pueden ser más acusadas y surgirán nuevos y difíciles competidores. Madrid debe tomar buena nota de ello.