La legislación de desarrollo junto con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Sentencias 32/83 y 42/83) han ido perfilando los principios de actuación, y respecto de la lealtad institucional (o constitucional como la denominan algunos politólogos), la Ley 30/92 la ha definido en su Exposición de Motivos como el “… criterio rector que facilita la colaboración y la cooperación entre las diferentes Administraciones Públicas…”. Es decir, entre el gobierno de la nación, los gobiernos de las CC.AA., y los gobiernos de las entidades locales.

Dicho lo anterior, a nadie escapa conocer que junto con ese espíritu integrador que presidió la elaboración de la Constitución, siempre estuvo presente un cierto temor ante la posible utilización que pudieran hacer los partidos nacionalistas del poder que les otorgaba el gobierno de Comunidades Autónomas y, de hecho, nuestro ordenamiento legal está lleno de cautelas y prevenciones frente a posibles derivas disgregadoras. La historia de nuestra democracia tiene uno de sus ejes en la persistente dialéctica “competencias del Estado central/competencias de las Autonomías”, y a la tarea de delimitar estos ámbitos ha dedicado la mayoría de sus trabajos el Tribunal Constitucional.

Esta misma dialéctica, junto con la propia característica del sistema político español, ha ido perfilando dos grandes bloques de fuerzas políticas caracterizadas por su presencia en todo el ámbito del estado (PSOE, PP) y, en consecuencia, más proclives a la defensa del papel del gobierno central; y aquellas otras (partidos nacionalistas preferentemente) sólo presentes en algunas comunidades autónomas, más favorables a ampliar el espacio político y competencial de sus respectivos gobiernos autonómicos hasta extremos constitucionalmente inaceptables. Esto ha sido así hasta la pasada legislatura, y es de prever que seguirá siéndolo en las próximas.

Sin embargo, la pasada legislatura ha ofrecido una variante no esperada en esta dialéctica, que se concreta en el papel de oposición desarrollado por el Partido Popular. Todas las prevenciones existentes sobre una posible deslealtad institucional de los partidos nacionalistas no se han concretado más allá de algunos casos muy esporádicos aunque significativos, mientras que esta deslealtad constitucional ha sido el eje que ha presidido la labor de oposición del PP al gobierno socialista. Concretemos tres ejemplos:

1º Es deslealtad institucional no cooperar a la gobernabilidad, traducida en la natural y obligada renovación de órganos constitucionales, como son el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial.

2º Es atentatorio a la lealtad institucional debida el incumplimiento de los consensos básicos del Estado. No es la primera vez que lo hace el PP (lo hizo frente al último gobierno de Felipe González), pero parecía que la firma del Pacto Antiterrorista descartaba para siempre la utilización del terrorismo como arma de oposición política al gobierno. La actitud en este aspecto del PP en esta legislatura, va más allá de la irresponsabilidad política de este partido.

3º Contraviene el principio de lealtad institucional y es una grave afectación a los principios de colaboración y cooperación la utilización de la autonomía política de las CC.AA. y de los Ayuntamientos, como medio de oposición al gobierno central, y como obstaculización de la puesta en marcha de sus medidas legislativas. Frenar la puesta en marcha de la Ley de Dependencia, retrasar las ayudas a la vivienda de los jóvenes (renta de emancipación) o fomentar la llamada objeción de conciencia a la asignatura de Educación para la Ciudadanía, no sólo es incumplir la LEY y situarse en posiciones de insumisión, sino también dar perversos ejemplos para futuros casos utilizables por quienes quieren deslegitimar al gobierno central.

Y es en esta deslegitimación donde se sitúa la deslealtad institucional practicada por el Partido Popular. Ha querido ignorar algo tan básico como es el imperio de la Ley, al que estamos sometidos todos empezando por los mismos poderes públicos, para llegar a cuestionar la legitimidad y la autoridad de quien legisla. En vez de acudir a la Justicia para dirimir la constitucionalidad o legalidad de determinadas medidas (en algunos casos lo ha hecho), ha preferido la utilización torticera del poder que otorgan los gobiernos autonómicos y locales para obstaculizar las políticas del gobierno socialista, incluso aunque eso supusiera la privación de derechos a los ciudadanos afectados por tal comportamiento político. Mayor deslealtad y mayor agresión a los ciudadanos es impensable.

Para acabar, y para dar una cabal idea de la trascendencia de este comportamiento desleal del Partido Popular, señalar que mientras la “deslealtad” de los partidos nacionalistas afecta al marco constitucional competencial y siempre se ha situado en buscar una ampliación de su autonomía política, la “deslealtad” del PP afecta a principios constitucionales básicos, como son la cooperación y colaboración entre administraciones, la legitimidad del legislador, la aplicación de la ley, y el reconocimiento de derechos a los ciudadanos, y busca la confrontación entre administraciones e instituciones políticas.

Los temores de la democracia, demasiado fijados en los partidos nacionalistas, han descuidado que la derecha política conservadora, históricamente hablando, siempre ha sido más peligrosa para las libertades. La pasada legislatura ha vuelto a revelar que la obsesión por el poder, que consideran como propio, no conoce de lealtades. Esperemos que en esta nueva legislatura que comienza, el principal partido de la oposición sea capaz de anteponer el bienestar de los españoles a sus intereses propios y llegue con el gobierno a acuerdos de estado que son urgentes para afianzar aún más nuestro progreso y nuestra democracia