Apenas nadie ha manifestado su extrañeza ante el hecho de que la campaña de las elecciones catalanas arrancara con las calles tomadas por un gran movimiento de masas altamente emocional –la Diada de los secesionistas─ que se autoidentificaba como la totalidad de Cataluña, y que prácticamente daba por descontado el resultado final de las urnas.

Si a esto se une la circunstancia insólita –desde un punto de vista politológico─ de que la candidatura que se considera presuntamente ganadora no es la lista de un partido político, sino una amalgama en la que se agrupa tanto el partido que actualmente gobierna en Cataluña (de centro-derecha), así como el principal partido de la oposición (de izquierda secesionista), además de un amplio repertorio de candidatos de eso que suele calificarse como la “sociedad civil” (“apartidaría” e incluso en algunos casos “antipartidos”), el resultado final no puede ser más confuso, ni encontrarse más alejado de los cánones establecidos sobre el modelo de democracia occidental.

Si un politólogo objetivo tuviera que describir y explicar a un observador imparcial y no contaminado la naturaleza de la lista secesionista que concurre a las elecciones catalanas del 27 de septiembre, en la que el supuesto candidato a Presidente va en cuarto lugar (?), tendría que decir que no es ni de derechas, ni de izquierdas, ni de centro, ni de un partido ni de otro, sino más bien “apartidaría” –o “suprapartidaria”, como sostienen algunos─ e incluso “apolítica”, en cierto grado, ya que no explica qué se propone hacer realmente para solucionar los grandes problemas económicos, sociales, educativos, etc. de este momento. ¡Que no son pocos!

El intento de diluir –y postergar─ a los partidos como sujetos políticos centrales de la competencia electoral y sustituirlos por las “masas” presentes en la calle y por listas que en su conjunto no son ni de derechas, ni de izquierdas, a mí sinceramente me suena muy mal. Francamente mal. Como a cualquier observador imparcial de estas tendencias, que recuerdan otras épocas y otros escenarios altamente emocionales y conflictivos. Algo que, por lo demás, es muy propio de períodos históricos complicados, en los que existen problemas económicos y sociales difíciles y en los que el recurso a la sublimación y a las huidas hacia adelante suelen utilizarse como coartada, y cortina de humo, para otros fines políticos.

¿Qué explica tales tendencias? ¿Por qué están explosionando en estos momentos? ¿Qué nos enseña la experiencia histórica sobre este particular? ¿Cuáles son los trasfondos de la situación?

No es inoportuno recordar, que durante una de las etapas más dolorosas de la historia europea –y mundial─, la política corrió paralela ─de manera “novedosa” para algunos─, a la emergencia de líderes fuertes y carismáticos y de pueblos sumisos –convertidos en “masas”─ que les seguían con entusiasmo y disciplina. En aquellos momentos se amplificaron las interpretaciones de los teóricos de la democracia elitista, que enfatizaban el papel de las minorías en la acción política. Y, al mismo tiempo que esto ocurría, la vieja noción de ciudadanía, propia de la cultura democrática, tendía a ser sustituida por la noción de “masa”, que respondía a caracterizaciones emocionales, manipulables y de rápida resolución. Los viejos parlamentos y las viejas estructuras políticas partidarias eran denostadas como realidades decadentes e inoperativas, penetradas por corrupciones y prácticas partitocráticas, propias de otra época –se decía─ que era necesario superar.

Al final, los espacios políticos fueron progresivamente ocupados por líderes carismáticos y sus camarillas, a los que seguían masas tan entusiastas, como anónimas e indiferenciadas. Estos líderes –según nos decían los corifeos de la adulación y la propaganda─ interpretaban perfectamente el sentir de las masas, o la voluntad y el “espíritu del pueblo”, según la retórica utilizada por cada cual.

En esta secuencia evolutiva, los parlamentos y los votos ciudadanos tendieron a ser preteridos a favor de la agilidad de la acción de las masas que adoraban a sus líderes, y cuyo entusiasmo se medía por el éxito numérico de las convocatorias, por los gritos y las ovaciones, junto a las corrientes instantáneas de emocionalidad.

Desde el ámbito de las Ciencias Sociales, y desde la retórica de los medios de comunicación social, una pléyade de comentaristas, editorialistas, e incluso teóricos de mayor fuste –como Le Bond, Pareto, Mosca y, en España, el propio Ortega y Gasset─ proporcionaron un arsenal de argumentos y análisis que interpretaban, y en algunos casos justificaban, tanto las teorías de las masas y las elites, como las nuevas formas de liderazgo, frente al envejecimiento y decadencia –se decía─ de los partidos clásicos.

Contemplado todo esto desde el presente, sabemos perfectamente cómo acabaron aquellas experiencias de “participación” directa del pueblo, o la gente, convertida en masa. Por ello, hay que comprender la preocupación que suscitan actualmente los argumentos empleados por los novísimos dirigentes políticos españoles, que no se quitan de la boca la expresión “gente” –o “masa”─ como razón superior, en vez de hablar de personas, ciudadanos o votantes. La machacona insistencia en tales enfoques y presentaciones da la impresión de que se trata de planteamientos muy interiorizados, algo que se lleva prácticamente en los genes, como rasgo propio de culturas autocráticas y caudillistas.

El retorno de las masas, como sujeto político, no solo se está produciendo por la vía de determinados discursos políticos y a través de manifestaciones escasamente formalizadas y difusas de la acción política, que sitúan, por un lado, a los líderes y, por otro, a la “gente”, o a las masas, o en su versión más moderna, a los seguidores no presenciales en las redes. Las masas también están retornando activamente en otros ámbitos, en los que el anonimato y la emocionalidad alcanzan altas cotas de expresión. Me refiero a los campos de fútbol, donde tenemos manifestaciones colectivas de todo tipo: desde gritos simiescos y expresiones guturales cuando coge el balón algún jugador de fútbol con un color de la piel diferente, o cánticos deleznables justificando y alentando la violencia de género, hasta estridentes pitadas a los himnos y los símbolos nacionales. El hecho de que algunos líderes políticos nacionalistas justifiquen comprensivamente, o sonrían cínicamente, ante expresiones de este tenor revela que no entienden en absoluto lo que significa reconocer como legítimo un valor expresivo a las masas, entendidas de esta forma.

El problema, desde luego, no es pequeño y llama la atención la escasa sensibilidad política que muestran ciertos medios de comunicación social y determinados analistas ante tendencias y riesgos tan inequívocos como preocupantes. Lo cual sirve también para recordarnos que muchos de los hechos que se produjeron en torno a la Segunda Guerra Mundial fueron posibles debido a la cobardía y a la falta de lucidez de quiénes miraron para otro lado y no entendieron, o no quisieron entender, a tiempo determinados mensajes y tendencias.