Tampoco la OIT, que precisamente este año celebra el 90 aniversario de su creación, ha defendido la reducción de impuestos como la mejor vía para reactivar la economía. Al contrario, en sus conclusiones se sostiene que las reducciones fiscales son menos eficaces que el gasto ya que éste dinamiza la economía y es un multiplicador fiscal. Sobre todo cuando son gastos multiplicadores de empleo, como el apoyo a los servicios públicos, las inversiones e infraestructuras con alto coeficiente de empleo, las medidas sociales destinadas a asegurar rentas de los grupos vulnerables, el apoyo a la reducción del tiempo de trabajo en empresas sostenibles.

Inútil es, igualmente, buscar entre los principios y las respuestas que estructuran el referido Pacto Mundial para Empleo alguna referencia a la necesidad de reformas laborales o abaratamientos del despido. En lo que se insiste, por el contrario, es en la necesidad de reforzar las normas laborales, la negociación colectiva y el diálogo social y en las políticas destinadas a mantener el empleo. Con fórmulas como las que se están empleando en Alemania, un país en el que la recesión está siendo más profunda que en otros pero donde el desempleo ha aumentado mucho menos. Frente al despido fácil como respuesta a la crisis, característica de los países europeos que están perdiendo mayores porcentajes de empleo, como España e Irlanda, los alemanes recurren masivamente a otras medidas paliativas como el llamado kurzarbeit (trabajo corto), que consiste en reducir el tiempo de trabajo anual. Las empresas reducen los salarios mensuales en proporción a las horas trabajadas y el Estado compensa dos tercios de los salarios perdidos por los trabajadores. Esta forma de “paro parcial” se articula a través de la negociación colectiva y es una fórmula que ha sido impulsada decididamente en el plan alemán de relanzamiento económico.

La adopción del Pacto Mundial para el Empleo en la 98ª Conferencia de la OIT constituye un hito en la historia de esta institución. Fundamentalmente por la prontitud en reaccionar ante un problema como la crisis que atravesamos. No obstante, el Pacto no es, no puede serlo, una norma internacional sino un conjunto de orientaciones comunes para las políticas nacionales e internacionales. Tiene el valor añadido de haber logrado el consenso de trabajadores, empresarios y gobiernos tanto en la identificación de una serie de medidas urgentes para salir de la crisis como en la orientación hacia una economía global más justa, sostenible y equilibrada.

Más allá de que en esta Conferencia se haya puesto de manifiesto una cierta revalorización de la OIT, la revitalización de la justicia social en el ámbito internacional pasa por una profunda transformación en tres cuestiones esenciales.

La primera es colocar, de nuevo, a las personas en el corazón del orden internacional. Lo que se había logrado tras la segunda guerra mundial, con la Declaración de Filadelfia de 1944, es decir colocar la dignidad humana como objetivo principal del comercio y del orden internacional, ha sido totalmente trastocado 60 años después. El objetivo actual de los Estados en su acción internacional es la libre circulación de capitales, de mercancías y de servicios así como el reconocimiento universal de la propiedad intelectual. Las normas sociales sólo son admitidas como un corolario de este objetivo y en la medida en que puedan contribuir al mismo. El libre cambio se ha convertido en un principio superior a la protección de los trabajadores y los derechos sociales y éstos, incluso si son fundamentales, deben subordinarse a la libre competencia y a los derechos de establecimiento. Algo que se ha puesto de manifiesto, incluso en el territorio de la UE, con las recientes sentencias del Tribunal Europeo de Justicia (Laval, Viking, etc).

En segundo lugar, es necesario dotar de fuerza vinculante a las normas sociales. Si bien las normas internacionales de la OIT gozan de merecido prestigio y reconocimiento, sufren de dos debilidades. La primera es su carácter poco vinculante. La fuerza de obligar de los convenios de la OIT está doblemente limitada por el carácter voluntario de su ratificación por parte de los Estados y por la ausencia de un verdadero recurso jurisdiccional que permitiera sancionar sus violaciones. Aún menos vinculantes son los compromisos voluntarios adquiridos bajo el concepto de la Responsabilidad Social de las Empresas. La segunda debilidad de las normas internacionales del trabajo viene dada por el hecho de que la mayoría de ellas se refieren al empleo asalariado, es decir una forma de trabajo que sigue siendo minoritaria en muchos de los países del mundo, entre ellos algunos de los más poblados.

En tercer lugar, hay que vincular las reglas sociales y las comerciales. A diferencia de lo que pasa con las normas sobre el trabajo, las normas internacionales del comercio son muy vinculantes. Ley dura, no soft law. Por otra parte, la liberalización de los mercados de capitales y de mercancías ha dado pié a que por la vía de la actuación de las instituciones que rigen el comercio internacional o de las Instituciones Financieras Internacionales se realicen una especie de “normas sociales implícitas”. Es el caso de los planes de ajuste estructural, condicionados e impuestos a muchos países por parte del Fondo Monetario Internacional. O las normas contables internacionales que determinan las políticas sociales de muchas empresas en mayor medida que los convenios de la OIT. La incidencia de las normas del comercio internacional sobre las relaciones de trabajo es, igualmente, muy negativa. La política de liberalización del comercio internacional ha venido acompañada, en efecto, de profundas reformas del derecho comercial, cuyo impacto sobre la “seguridad” de los trabajadores ha sido muy considerable. Habría, por ello, que acabar con esta desconexión entre objetivos económicos y financieros, por un lado, y objetivos sociales, por otro. Algo que forma parte, hoy por hoy, del ADN de la dimensión internacional del derecho de sociedades, del derecho contable y del derecho de libre competencia.