En un escenario plagado de amenazas más o menos veladas de rebelión, e incitaciones a la desobediencia y al no acatamiento de una posible futura sentencia adversa, considero especialmente preocupante la difusión de la tesis de que el Tribunal Constitucional carece de legitimidad para pronunciarse sobre el tema. De lo que cabe deducir que su sentencia no debería ser cumplida en caso de que supusiera un recorte del Estatuto. Según esta tesis, que fue proclamada alto y claro en la última Diada (Montila, Saura) el Estatuto es un “pacto político” que no puede ser objeto de revisión o de control. Estos días, el Presidente Montilla dio un paso más en esa escalada de inaceptables presiones al Tribunal Constitucional afirmando que una sentencia adversa “dañaría la convivencia”. La culminación del despropósito consiste en reclamar al Gobierno que intervenga presionando a los Magistrados para resolver en un sentido determinado.
Ante este confuso panorama resulta obligado recordar dos cosas. En primer lugar, que la legitimidad del Tribunal Constitucional procede de la propia Constitución. Y en segundo lugar, que, aunque su decisión produzca efectos políticos, tiene que estar basada en argumentos jurídicos. El Tribunal Constitucional es un órgano político por la forma de designación de sus miembros y por la función que desempeña: la defensa de la Constitución. Ahora bien, es un órgano jurisdiccional por la forma en que lleva a cabo su tarea. Esto quiere decir que tiene que resolver conforme a Derecho, con criterios de constitucionalidad y no de oportunidad. Como advertía Francisco Tomás y Valiente, no es un árbitro llamado a dirimir contiendas según su leal saber y entender, sino un órgano constitucional de naturaleza jurisdiccional que tiene en el Derecho su instrumento y su límite. Jurídicamente su tarea es fácil de comprender. Debe velar porque los poderes constituidos, especialmente, las Cortes Generales no quebranten la Constitución. El Tribunal actúa a instancia de un sujeto legitimado (Presidente del Gobierno, Defensor del Pueblo, Comunidad Autonóma o minoría parlamentaria), realizando una comparación entre la obra del legislador y la Constitución. Si no hay contradicción entre ambos textos, el Tribunal desestima el recurso planteado. De existir contradicción, el Tribunal anula el precepto legal de que se trate. Dicho con otras palabras, de lo que se trata es de evitar que mediante una Ley ordinaria o una Ley Orgánica, las Cortes Generales –eludiendo la utilización de los procedimientos democráticos de reforma-lleven a cabo la reforma de la Constitución, o simplemente, la contradigan.
La legitimidad del Tribunal Constitucional reside, por tanto, en la función que realiza. Defendiendo la supremacía de la Constitución sobre la ley, se garantiza el principio democrático según el cual la voluntad del pueblo, titular del Poder Constituyente, debe prevalecer sobre la voluntad de los poderes constituidos (Cortes Generales y otros). Por ello, el Tribunal ha sido acertadamente definido como el guardián de la voluntad del Poder Constituyente del pueblo. Frente a esta argumentación, la objeción consistente en enfrentar a esta legitimidad democrática, otra -igualmente democrática- , cuál es el referéndum de aprobación del Estatuto en Cataluña, carece de fundamento. Y no sólo por la muy escasa participación ciudadana en aquél, sino, sobre todo, porque lo que el principio democrático exige es que lo que a todos afecta sea por todos decidido. Y esto es precisamente lo que el Tribunal tiene que determinar: si el Estatuto supone o no una reforma de la Constitución porque de ser así, evidente resulta que una fracción del pueblo español carece de legitimidad para reformar la Constitución de todos.
En este contexto hay que ubicar los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña. El Tribunal Constitucional debe resolver los recursos de inconstitucionalidad planteados por el Partido Popular y por el Defensor del Pueblo contra gran parte de las disposiciones del nuevo Estatuto (referencia a la nación en el Preámbulo, blindaje competencial, bilateralismo, regulación del poder judicial, financiación, regulación lingüística, etc.). Se trata de recursos basados en las numerosas objeciones que la doctrina iuspublicista española (constitucionalistas y administrativistas) venía planteando a la nueva configuración del Estatuto. Sus argumentos, obviamente, podrán y deberán ser discutidos, pero en modo alguno se podrá afirmar que son infundados o inconsistentes. Al contrario, el encaje constitucional de muchas disposiciones del Estatuto catalán es más que dudoso. Al Tribunal Constitucional le corresponde pronunciarse sobre todas y cada una de las cuestiones controvertidas, y, desde esa perspectiva, -y salvo que opte por eludir su alta responsabilidad, dictando una sentencia interpretativa que sólo sirva para espesar la confusión- la sentencia que dicte nos aportará mucha luz y nos despejará bastantes dudas. Además, y ahí está su capital importancia, debería servir para establecer una doctrina clara sobre los límites constitucionales que las reformas estatutarias no pueden franquear.
Poner en cuestión la legitimidad del Tribunal Constitucional para anular aquellos preceptos del Estatuto de Cataluña que supongan una reforma de la Constitución Española de 1978, es defender el gobierno de los hombres frente al gobierno de las leyes. O para decirlo con mayor claridad y contundencia, optar por el despotismo frente a la libertad.