En ese contexto se abren dos escenarios y ninguno de ellos resulta muy halagüeño. El primero consistiría en que Grecia no pueda cumplir las condiciones porque el gobierno carezca de legitimidad suficiente para imponer una política absolutamente impopular. En ese caso, ante el bloqueo del préstamo de la UE y del FMI, Grecia incurrirá en suspensión de pagos. Esta eventual quiebra de un Estado de la zona euro tendría efectos catastróficos para todos. Para Grecia, porque una vez declarada la insolvencia, seguirá necesitando dinero para garantizar el cumplimiento de las funciones estatales básicas, y a un país en quiebra, nadie le prestará nada. Grecia se hundirá en el caos. Para el sistema financiero europeo en general, y particularmente para el francés y alemán, puesto que los bancos europeos son tenedores del 80 por ciento de la deuda griega. Para Portugal e Irlanda, y en menor medida también, para España e Italia, porque –tras la caída de Grecia- se produciría un inevitable efecto contagio, que haría crecer aun más su ya insostenible prima de riesgo.

El otro escenario –a todas luces menos dramático- supondría que el gobierno de Grecia cumpliese el ultimátum y lograse aprobar el draconiano plan de austeridad impuesto por la UE y el FMI. En ese caso Grecia podría continuar pagando sus deudas durante el verano, y la UE pondría en marcha un segundo rescate (préstamo) que le permitiría sobrevivir durante otros meses y evitaría la implosión de la zona euro y de la Unión Europea. El coste social de esta fórmula sería enorme.

Aunque es evidente que debemos optar por la segunda opción como mal menor, las discusiones bizantinas libradas en las instituciones europeas sobre la crisis de la deuda griega resultan patéticas. Como si se pudiera extinguir un colosal incendio forestal con un cubo de agua.

La Unión Europea tiene que aceptar el hecho de que Grecia nunca va a poder pagar su deuda y que su problema no es de liquidez sino de solvencia. El saneamiento de las finanzas públicas de Grecia sólo será posible merced a duras políticas de ajuste presupuestario que provocarán el estancamiento económico e impedirán generar ingresos fiscales suficientes para hacer frente a los intereses de la deuda. El resultado de esas políticas será el empobrecimiento del país. Es cierto que de ese empobrecimiento serán responsables en primer lugar los propios griegos que durante años maquillaron sus cuentas, vivieron por encima de sus posibilidades, y engañaron a las instituciones europeas, así como los bancos que prestaron a quienes no debían. Pero cabría pedir a la Unión Europea que ofreciera a Grecia, y no sólo a ella, un horizonte de futuro que hiciera soportable la austeridad.

En este contexto la socialdemocracia debe ofrecer una alternativa distinta a la receta neoliberal. Pero esa alternativa no consiste en denostar el euro y en rechazar algunas medidas de ajuste económico que son necesarias. De lo que se trata es de denunciar su insuficiencia. Junto a las medidas de ajuste y de saneamiento de las cuentas públicas, son imprescindibles las políticas que estimulen el crecimiento económico y generen empleo. El problema es que el coste de esas políticas no está al alcance de todos. Por esta razón el proyecto socialdemócrata solo puede ser concebido como un proyecto supranacional.

La socialdemocracia debe reconocer que determinadas políticas de austeridad y ajuste –como las adoptadas por el gobierno de Rodriguez Zapatero- resultan absolutamente imprescindibles pero deben ser acompañadas de otras que faciliten el crecimiento y el empleo. Y esas políticas sólo pueden ser hoy concebidas a nivel europeo y lideradas por Alemania. Hoy más que nunca, el futuro de Europa depende de Alemania. Los países periféricos carecemos de cualquier margen de maniobra para impulsar el crecimiento económico. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y nuestra deuda total (pública y privada) hipoteca nuestro futuro. Unicamente la integración política y económica de los países de la eurozona permitiría resolver los profundos desequilibrios existentes. Esto exige establecer un gobierno económico de la Unión, con un presupuesto fuerte (suficiente para realizar políticas generadoras de empleo en campos como infraestructuras o investigación), y un Tesoro que emita títulos de deuda europea. El cumplimiento de los requisitos de disciplina fiscal y presupuestaria sería imprescindible para poder financiarse mediante bonos europeos. Desde esta óptica, la exigencia de un gobierno económico europeo con un presupuesto fuerte y un Tesoro común, debieran ser postulados básicos del proyecto socialdemócrata.

El lector que haya llegado hasta aquí se preguntará, y ¿por qué Alemania debería apostar por una integración cuya factura a la postre acabará pagando?. Es evidente que el principal contribuyente del presupuesto comunitario sería el ciudadano alemán, y si este es hoy muy reacio a aceptar los “rescates” aunque sean préstamos, cabe pensar que se opondrá a una política que en definitiva supone aceptar una transferencia de rentas hacia países periféricos. Sin embargo, debiera comprender que el principal perjudicado de la destrucción de la unión monetaria, de la implosión de la eurozona, y del colapso económico y financiero de Europa, no será otro que la potencia económica central, esto es, la propia Alemania.

La solidaridad europea y el interés nacional de Alemania coinciden plenamente. Esto es algo que el Canciller Kohl tuvo siempre presente, y lo que los dirigentes europeos debieran recordarle a Merkel en la Cumbre del Consejo Europeo.