La situación a la que habíamos llegado al final de la guerra fría es un verdadero disparate estratégico y armamentístico, ya que por primera vez en la historia de la humanidad se superó la capacidad absoluta de destrucción completa varias veces. Y todo ello, ¿para qué? ¿para infundir más temor? ¿para elevar más el diapasón del equilibrio del terror? Un verdadero absurdo, cuyos efectos ahora se hacen notar en la consecuente multiplicación de los riesgos de que tantos miles de artefactos y recursos nucleares puedan llegar a manos indeseadas. Es decir, ahora se está comprendiendo que cuantas más cabezas nucleares tengamos, mayores serán los esfuerzos de seguridad necesarios, por no mencionar otras múltiples fuentes de materiales nucleares.
La Cumbre de Washington ha intentado alertar sobre estos riesgos, de la misma manera que los acuerdos previos con Rusia han intentado reducir el número de “artefactos” que habrá que guardar y vigilar debidamente, ya que se supone que ahora en realidad han quedado sólo para eso, es decir, para ser bien “guardados” y no para ser “utilizados” (ni siquiera como amenaza).
Lo que ocurre es que en estos momentos, aun con las reducciones previas, lo que debe mantenerse bien guardado y vigilado en total es la friolera de más de 23.000 cabezas nucleares. Y, además, actualmente en manos de diez países, con tendencia a crecer.
Con tal capacidad destructiva sucede como con estas magnitudes que nuestra mente es incapaz de imaginar. Si solamente dos pequeños y primitivos ingenios nucleares, como los de Hiroshima y Nagasaki, hicieron tamaños destrozos en apenas unos segundos, ¿alguien es capaz de imaginar lo que podría causar el uso de 23.000 potentes cabezas nucleares?
¿Quién va a pagar el coste histórico de tamaño desatino? ¿Se pudo evitar en su momento? ¿Se pudo mantener al menos en unas magnitudes menos desmesuradas?
La verdad es que, hoy por hoy, podemos desgarrarnos las vestiduras y clamar al cielo todo lo que queramos, pero los hechos están ahí, y lo único que podemos hacer razonablemente ahora es contribuir a reducir progresivamente, en la medida de lo factible, los umbrales de irracionalidad que hace años nuestra civilización traspasó tan alegremente. De ahí el valor y el sentido de las dos últimas iniciativas de Obama, cuyos logros deben valorarse básicamente como pasos necesarios en un camino largo, que habrá que continuar recorriendo con mucho tesón. Y, desde luego, si somos un poco sensatos, con bastante miedo en el cuerpo.