En este sentido, tanto los textos de Naciones Unidas, la UE y la Legislación Penal y Administrativa de la mayoría de los países recogen, de manera muy parecida, como debe emplear la fuerza el funcionario encargado de hacer cumplir la ley. Son así los Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y Armas de Fuego por los Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley (ONU Doc. A/CONF.144/28/Rev. Pág. 112, 1990); El Código de Conducta para Funcionarios Encargados de Cumplir la Ley (ONU resolución 34/169 de 1979) o El Manual de Procedimientos en Defensa Personal Policial adoptados por la Unión Europea; y en todos ellos se insiste que “reducirán al mínimo los daños y lesiones y respetarán y protegerán la vida humana”. Por su parte, el derecho positivo español dispone que los funcionarios encargados de hacer cumplir la Ley deban observar los principios de “coherencia”, “oportunidad” y “proporcionalidad” en el desempeño de sus funciones (Ley Orgánica 2/1986 de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, artículo 5.2.c).
Por tanto, los requisitos para el empleo de la fuerza están claros: 1.- Inicialmente se ha de recurrir a medios no violentos 2.- La fuerza se usará solo en los casos estrictamente necesarios, siempre bajo fines lícitos marcados por la Ley y de forma proporcionada 3.- Se dispondrá de una gama amplia de medios para que se pueda hacer un uso diferenciado de la fuerza. Pero, también uno de los criterios para el uso diferenciado de la fuerza que se contempla en los diseños para un nuevo modelo policial, es el que establece que el nivel de la fuerza “no lo decide el funcionario sino la conducta del ciudadano”. Esto supone que la dosis de fuerza a aplicar en determinada circunstancia deberá tomar en consideración una progresión en el comportamiento ciudadano y la proporcionalidad con cada uno de los grados de intensidad, de modo que entre intimidación psíquica y agresión se gradúe la fuerza partiendo de la presencia ostensiva hasta el uso de la coacción directa más incisiva.
También es criterio del uso diferenciado de la fuerza aquél que señala que el funcionario debe mantener el menor nivel de fuerza posible para el logro del servicio y el que determina que en ningún momento debe haber daño físico innecesario, ni maltratos a los ciudadanos objetos de la acción policial.
La labor de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad es sin duda muy compleja en el contexto de las exigencias que impone el Estado democrático y de Derecho. Especialmente lo son para las denominadas técnicamente “Unidades de Intervención”, más conocidas como los “antidisturbios”, pues se enfrentan a constantes momentos de tensión en los que su misión de inmediata protección de personas y bienes, en función de cómo se lleve a cabo en el caso concreto, sitúa en una zona de riesgo los derechos indicados pero también el razonable mantenimiento en orden de los espacios públicos de convivencia. Esas Unidades tienen la difícil tarea de abordar con especial cautela supuestos en los que se ubican ante el ejercicio (incluso si éste es aparentemente abusivo) de derechos fundamentales. Ahora bien, la decisión acerca del porqué, el cómo, dónde y cuándo actuar corresponde a los responsables políticos, y la forma y organización de la actuación, a los distintos mandos orgánicos y funcionales de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad. No se pueden cometer errores en el diseño de esos dispositivos colocando a los agentes ante situaciones de alta tensión, sin haber analizado previamente todas las alternativas posibles, para después pretender que recaiga el reproche únicamente en los concretos funcionarios policiales que se encontraban en el lugar. Habrá que investigar judicialmente los excesos individuales que pudieran haber cometido agentes determinados, al igual que los posibles excesos por parte de cualquier persona, menor o mayor de edad, pero es evidente que existe una responsabilidad clara de los responsables políticos de la Subdelegación del Gobierno y de la estructura de mando policial. La respuesta a la expresión de un derecho fundamental troncal en democracia, aunque esa expresión pudiera en algún caso ser incorrecta o excesiva, no corresponde directamente a las Unidades de Intervención Policial. Se trata, ante todo, de una cuestión de ponderación de derechos y valores, y ello exige responsabilidad política y respuesta de la misma índole, partiendo del principio de que las limitaciones deben ser excepcionales. No puede afrontarse la expresión de la discrepancia política por parte de la ciudadanía como si se tratara de un simple problema de seguridad ciudadana.
Quizá necesitemos abordar una nueva política y una legislación más uniforme en esta materia, orientada por los principios de los derechos del ciudadano concebido como el sujeto pasivo del bien constitucional de la seguridad. Una tarea que debería recoger los criterios legales para desestimular el uso de la fuerza como castigo y situar el uso de la fuerza sobre escalas normativas progresivas en función del nivel real de resistencia y oposición del ciudadano, con la creación de mecanismos para llevar a cabo el seguimiento y supervisión efectiva del uso de la fuerza policial en cada caso. Una política que, en fin, está muy alejada del recurso al “ordeno y mando” que parece ahora volver a imperar para imponerse a palos.