Hasta hace unos meses los líderes de la derecha europea estaban convencidos de que las sociedades europeas iban a aceptar, pasivamente, la poda indiscriminada del Estado del Bienestar, acobardadas por el mensaje de que las únicas opciones eran los recortes de los derechos sociales y cívicos, la supeditación a los dictados de los inversores y el apoyo económico a los bancos, o el caos. Y, de pronto, los acontecimientos se precipitan y descubren que en los cimientos virtualmente sólidos de unas sociedades aparentemente resignadas, se han abierto grietas profundas porque el terreno se mueve. La deriva radical de Hungría, la inestabilidad política de Holanda, el auge de la ultraderecha en Francia y la presencia en las calles de Grecia de milicias abiertamente fascistas, uniformadas y violentas, han puesto sobre la mesa el profundo cansancio, el incontrolable malestar que la política de Ángela Merkel ha generado en la base social y que encuentra sus manifestaciones más precisas y dolorosas en el aumento de los suicidios en Italia, en el aumento de la pobreza infantil en Cataluña o en la devastación social griega. Y salvo Merkel y Rajoy o Artur Mas, presos de su propio fanatismo ideológico, el resto de líderes de Europa comienzan a estar preocupados. Cualquier pequeño gesto puede provocar la explosión del polvorín en que ha convertido a Europa la política neoliberal: el suicidio de Dimitris Christoulas delante del Parlamento griego pudo provocar un terremoto social. Y es tal la incertidumbre del momento, que nadie sabe cómo van a funcionar las correas de transmisión del hartazgo, de la rabia y del malestar social y de qué modo puede traducirse en las calles de Madrid o Roma el sufrimiento de un jubilado o un niño de Atenas.
El 22 de abril Marine Le Pen se hizo con uno de cada cinco votos: uno de cada tres obreros, uno de cada cuatro artesanos y pequeños comerciantes y uno de cada cinco pequeños empresarios y funcionarios, votaron al Frente Nacional. La composición del voto neofascista francés comienza a parecerse mucho al del partido nacionalsocialista alemán en las elecciones de septiembre 1930: es el voto de los que tienen miedo, de los desorientados, el voto de los que se sienten estafados y claman venganza buscando desesperadamente un chivo expiatorio contra el que descargar la ira provocada por su creciente precariedad. Más preocupante es la situación griega, donde Amanecer Dorado —partido claramente fascista— ha irrumpido con fuerza en un Parlamento desgarrado por los extremismos. ¿Es este el peligro real que otean en el horizonte, los hasta ayer mismo lacayos de Merkel?
Ángela Merkel ha fagocitado las instituciones de la Unión Europea: nacida para impedir otra guerra en Europa, lo que sólo sería posible con una Alemania europea, la Unión se encuentra con la Europa alemana irresponsablemente impuesta por Merkel. Es imposible encontrar en la historia política de la Europa de la postguerra mundial, y en la historia del proyecto europeo, un dirigente político que le haya hecho tanto daño como Ángela Merkel al ideal europeo y a la estabilidad de la democracia. Merkel y el rigor inquisitorial de su dogma ideológico han hecho que un número creciente de europeos conciba la Unión Europea como una amenaza para su bienestar. El Pacto Fiscal impuesto por la canciller, y sumisamente desarrollado por gobiernos de todos los colores, ha conseguido agrietar la cohesión y la paz social de muchos países, permitiendo que por las fisuras se cuelen en tromba las consignas de lo que, eufemísticamente, se llama “populismo”, como si ocultando el nombre del alacrán se conjurase el peligro real de su aguijón.
Cada vez que se merma un derecho y se impone un recorte en el gasto social, cada vez que la política se somete al dictado de “los mercados”, se le abre una puerta a los neofascismos. Es comprensible que los ciudadanos se pregunten “para qué sirve” la democracia, si al final las decisiones las toman otros y los gobernantes solamente ejecutan los planes que otros diseñan. Y es inevitable que la rabia y la desesperación se apoderen de los ciudadanos y que estos se entreguen al discurso del caos y la violencia política. Sólo los irresponsables podían pensar que el sufrimiento generado por la política neoliberal no iba a tener traducción política. Ya tenemos el mensaje que lanzan las sociedades sin esperanza. ¿Quién entiende la angustiosa radicalidad de ese mensaje? ¿Alguien cree que Merkel va a cambiar el rumbo de la nave? No lo hicieron nunca los fanáticos, que prefieren que el barco se hunda antes que abjurar de su verdad.
Sobre los hombros de Francois Hollande recae una responsabilidad realmente histórica, tal vez la mayor y más pesada que un líder europeo ha tenido en cincuenta años. Si Hollande no libera a la socialdemocracia del entreguismo que de la Tercera Vía; si Hollande no encuentra un camino y un discurso propios para la socialdemocracia europea, capaces de devolver la esperanza y el crecimiento a nuestras sociedades; en definitiva, si Hollande fracasa, miles y miles de ciudadanos europeos creerán que no hay alternativas al sufrimiento y abrazarán, como sucedió en los años 30 —en otra época de sufrimiento social inimaginable provocado por la depresión económica y la ceguera de los dirigentes— los extremos del espectro político.
La política de demolición del Estado del Bienestar nos ha instalado en la pura emergencia democrática. Ya no es el crecimiento lo que nos jugamos: es la propia democracia lo que está en juego. La responsabilidad histórica de Hollande, y con él de todos los progresistas de Europa, es encontrar remedio a los males causados por ese huracán llamado Merkel.