Desde este punto de vista, al BCE no habría que pedirle medidas extraordinarias, más bien darle una medalla, pues los precios no pueden ser más estables: de acuerdo con Eurostat, la agencia estadística de la Unión Europea, la inflación en marzo de 2014 fue del 0.5 por ciento, después de haber alcanzado el 0.7 por ciento en el mes de febrero. Es decir, que los precios están creciendo muy poco y cada mes a menor ritmo que el anterior. Y ahí aparece el temor de que los precios pasaran de no crecer a decrecer, fenómeno conocido como deflación, y que es tan negativo como una inflación elevada. Pero, ¿Por qué es mala la inflación, en primer lugar?

La inflación no es más que la tasa de crecimiento de los precios de bienes y servicios de una economía. Las agencias estadísticas toman una cesta de productos de referencia para calcular el índice de precios al consumo (IPC). Los economistas han considerado tradicionalmente al fenómeno inflacionario como un problema económico fundamental, tan serio por lo menos como el desempleo. En efecto, una inflación elevada tiene repercusiones muy negativas, en primer lugar erosionando la capacidad adquisitiva de los trabajadores, y perjudicando a los ahorradores cuya remuneración nominal por los depósitos acaba siendo inferior al crecimiento de los precios. Los remedios comunes tienen a su vez efectos secundarios: actualizar los salarios al IPC puede llevar a mayor inflación en el futuro, mientras que subir los tipos de interés para defender a los depositantes conlleva encarecer el crédito necesario para las empresas y los consumidores. Por tanto, en el mundo ideal es bueno que los precios se mantengan estables, de ahí el mandato del BCE, particularmente influido por la experiencia alemana con la hiper-inflación de los años veinte. Asimismo, la gran crisis económica anterior a la de 2009 fue la estanflación de los años setenta, que se caracterizó por una combinación de alta inflación y alto desempleo. En consecuencia, los economistas de esta generación han priorizado las políticas de estabilidad de los precios. Véase al respecto la obra de Robert J. Samuelson “The Great Inflation”.

Ahora bien, ¿cuáles son las causas de la inflación? Hay fundamentalmente tres causas. La primera es la inflación de costes, derivada del aumento de los precios en los insumos de producción, normalmente materias primas como el petróleo. La segunda es un desajuste entre la demanda agregada y la oferta, lo que lleva a aumentos de precios. El aumento de la demanda sobre la oferta es a su vez consecuencia bien de un aumento de la renta disponible de los trabajadores (aumento de salarios, bajadas de impuestos) bien de una política monetaria expansiva que facilita el acceso al crédito. De hecho, Milton Friedman, uno de los economistas más conocidos y padre intelectual del neoliberalismo, centró gran parte de sus estudios en la inflación como fenómeno puramente monetario. La crisis actual, en cambio, más bien pone de relieve que con una demanda agregada deprimida los precios no crecen aunque haya una política monetaria laxa (recordemos que el precio oficial del dinero fijado por el BCE está al 0,25 por ciento).

En cualquier caso, conociendo las causas, podemos prevenir la inflación al menos en parte, lo que es más juicioso que encadenar los salarios a la inflación o subir los tipos de interés a posteriori. Los precios de las materias primas normalmente están fuera de nuestro control salvo que seamos país productor. Pero la política de rentas, fiscal y monetaria pueden ser utilizadas para controlar una inflación elevada, y eso sin tener en cuenta que los desajustes entre demanda y oferta, si hay competencia efectiva en los mercados, debe corregirse a medio plazo, por lo que la inflación no debe de ser un fenómeno permanente salvo que estimulemos constantemente la demanda agregada.

Pero el problema actual no es la inflación, sino la baja inflación. ¿Por qué es mala entonces una tasa de inflación cercana a cero? Como se ha dicho antes, trabajadores y ahorradores deben estar felices. Sus salarios (si bien en países como España congelados o recortados) mantienen su poder adquisitivo, y sus depósitos, si bien con baja remuneración dado el bajo precio del dinero, no son erosionados por la inflación. El primer perjudicado por una inflación tan baja es el Estado, que emite deuda pública y cuyo stock es ya cercano al 100 por cien del PIB. Con una inflación más elevada se aligeraría la carga de la misma. Pero más allá de esta cuestión, una inflación tan baja combinada con una política monetaria tan expansiva es un indicador de lo deprimida que está la demanda agregada, lo que no es de extrañar dada la política de moderación salarial a ultranza, el recorte del gasto y la inversión públicos, y las subidas de impuestos, todo ello ejemplificado con el alto e invariable paro de zona euro, del 12 por ciento de la población activa. Lo llamativo es que los economistas ortodoxos, incluyendo el ministro español de economía, piden nuevas medidas monetarias en lugar de reclamar el final de la política de ajuste fiscal y laboral. Así, se reclama que el BCE baje el precio del dinero al 0 por ciento, que penalice con un tipo de interés negativo los depósitos de los bancos que guardan en el propio ente emisor del euro, y que amplíe sus programas de compras de bonos. Bienvenidas sean todas las medidas que impulsen de una manera u otra el crédito. Pero no parece que la política monetaria dé más de sí. Se necesita en cambio y con carácter urgente, estímulos fiscales al crecimiento, y retrasar la velocidad del ajuste del déficit público en varios años.