El panorama allí descrito no puede ser más angustioso: incluyendo los Presupuestos recién aprobados para 2013, se acumulan ya cinco años consecutivos de recortes a la I+D. Algunos programas, como el Fondo de Investigaciones Sanitarias, recibirán en 2013 el 50% de lo que recibían en 2008. El recorte de 2013 para proyectos del Plan Nacional es del 23% (que se suma al 27% del 2012). Eso se traduce en que equipos de investigadores competentes que venían siendo financiados regularmente, dejarán de estarlo en los próximos años, interrumpiendo así, o disminuyendo, su actividad. Las becas FPI y FPU disminuyen en 2013 en 400 beneficiarios, los programas Ramón y Cajal y Juan de la Cierva salen con un año de retraso y con sustanciales recortes. A ello se suma la congelación de plantillas de las universidades, que impide la incorporación de los doctores recién formados. El resultado final es que el sistema de I+D no se renovará y que está expulsando de él a un personal muy valioso, en el que se han invertido muchos recursos. La desmedida subida de tasas en la universidad ha producido una disminución de la matriculación de entre un 10% y un 20%. La disminución es más acusada en los estudiantes de posgrado y doctorado debido al precio de los másteres, adelgazando también así las futuras generaciones de investigadores. El efecto de estas políticas quizás no se note en los próximos dos o tres años, pero después se producirá una discontinuidad generacional de bastantes años que no será posible cerrar, y que hará retroceder al sistema de I+D a niveles de hace una década.
El Foro de Empresas Innovadoras también estuvo presente en el acto e informó de que por primera vez desde que hay estadísticas, la inversión privada en I+D descendió en 2011, y presumiblemente también lo hará en 2012. Al calor de los créditos públicos y de la conjunción de fondos privados y públicos se había ido formando un entramado de empresas innovadoras que ahora es también víctima de los recortes de fondos públicos.
Lo más descorazonador de estos recortes es que bastarían comparativamente pocos recursos para evitarlos. El gasto público en I+D civil está actualmente en torno a los 6000 millones. El 14% de promedio que supone el recorte de 2013, no llega a 1000 millones, cien veces menos de lo que se va a dar a la banca privada, o lo mismo que cuestan 100 km de autopista. Se trata por tanto de un problema de ‘prioridades equivocadas’. Simplemente, el Gobierno no ve relevante la inversión en I+D, a la que considera un simple gasto más, o tal vez un lujo prescindible.
Como allí se dijo, los dirigentes políticos españoles ‘no entienden la ciencia’ y por eso no la defienden. Esto es aplicable a todos los partidos, aunque al Partido Popular en mayor medida. Durante los ocho años del gobierno de Aznar, el porcentaje del PIB destinado a I+D se mantuvo en un raquítico rango de entre el 0,7% y el 0,9%. Los gobiernos de Rodríguez Zapatero hasta 2008 lo consiguieron elevar hasta un máximo del 1,39% en 2008. Luego descendió al 1,33% con los recortes de los presupuestos de 2009, 2010 y 2011. Pero el primer año de Rajoy ha sido el peor: de golpe se ha retrocedido a menos del 1%, es decir estamos de nuevo como al final del mandato de Aznar, hemos vuelto a los niveles del año 2004. Los nuevos recortes en el presupuesto de 2013 auguran que seguirá descendiendo. Y todo ello mientras la media de la UE ha estado todo este tiempo por encima del 2% y el objetivo del Horizonte 2020 es que esa media aumente hasta el 3%. Países como Alemania ya están en esa cifra, y otros como Dinamarca o Suecia la superan con creces.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué en los años de bonanza se destinan ingentes cantidades a carísimas infraestructuras y a otras prioridades, mientras la inversión en ciencia aumenta con cuentagotas? ¿Por qué cuando llegan las crisis, la ciencia se recorta igual, o a veces mas, que cualquier otro gasto corriente?¿Qué hay en los genes de nuestros dirigentes para que desprecien de ese modo el conocimiento científico?
Creo que el problema es de concepto: considerar que la ciencia es ‘un gasto más’, cuando no un lujo caro e improductivo, y que por tanto ha de ser recortado igual que los otros. Y sin embargo, hay algunos datos que nos deberían hacer reflexionar: primero, que los países europeos que menos han sufrido la crisis son los que han mantenido en el pasado una política continuada y generosa de inversión en I+D; segundo, que a pesar de la crisis, estos países han sostenido e incluso aumentado esta inversión. ¿Por qué? Sencillamente porque en su cultura política está muy asentada la idea de que las inversiones en I+D son el ‘motor’ de la economía competitiva, al menos en la parte del mundo en la que estamos situados. La investigación es quien alimenta la rueda de la innovación. Si la I+D se para, saben que poco después lo hará la innovación. También saben que el resto de los países aprovecharán el hueco creado para ampliar sus cuotas de mercado. Europa no puede competir con salarios bajos. En el contexto mundial, nuestra población representa cada vez menos porcentaje, está más envejecida, y nuestro estado del bienestar es caro. Nuestra única oportunidad es posicionarnos ventajosamente en la creación y aplicación del conocimiento, y estos países lo saben.
La correlación positiva entre inversión en I+D y fortaleza para resistir la crisis también es visible en nuestras propias Comunidades Autónomas: las que más han cuidado estas políticas son las que tienen menos niveles de desempleo, menos desigualdad, y mayor renta per cápita. Y sin embargo, no hay nada en los cerebros de los españoles, ninguna maldición bíblica, que les impida ser competitivos en ciencia. La prueba es que cuando ha habido una situación estable, nuestros científicos han logrado cotas de éxito comparables a las de otros países. En 1983 éramos el país número 23 por impacto de publicaciones científicas; en 2011 éramos el noveno. Por ejemplo, en el área de matemáticas, ocho universidades españolas figuran actualmente entre las 200 primeras del mundo.
La parte de nuestro sistema productivo aún no resuelta satisfactoriamente es la conversión de ese conocimiento gestado en las universidades y en los centros de investigación, en productos industriales competitivos, en riqueza para el país. Ese problema es compartido en gran medida con el resto de Europa, y exige políticas imaginativas, la eliminación de trabas burocráticas para la creación de empresas, el acceso a la financiación de los proyectos empresariales innovadores, y tal vez un cambio de mentalidad que prestigie socialmente la figura del emprendedor. Pero ir retrasados en ese aspecto no autoriza a ningún gobierno a decir, como ha dicho el actual, que el dinero que se invierte en I+D se está desperdiciando. O que hay que acabar con las subvenciones y financiar tan solo créditos a la innovación, como ha dicho recientemente en el Parlamento el Ministro de Guindos. Esta afirmación, y más viniendo del ministro responsable del ramo, denota una inmensa ceguera ideológica, o una gran ignorancia de cómo funciona la ciencia en los países avanzados. La propia palabra “subvenciones” expresa su pobre comprensión del fenómeno investigador. El Estado no subvenciona, sino que ‘invierte’ en investigación. Precisamente en la investigación que no financian las empresas porque no está dirigida directamente a la creación de productos. Si el Estado no la financia, simplemente no se hará, y las consecuencias serán para todo el país.
Todas las distinciones con las que nos regala la retórica oficial sobre si hay que financiar la investigación aplicada o la fundamental, o financiar solo la excelencia y no el resto, indican una vez más que no entienden el problema. En mi opinión, sólo hay dos tipos de ciencia, la mala y la buena. La segunda es la que amplía las fronteras del conocimiento. Entre saber una cosa o no saberla, hay un abismo. Si se sabe, más adelante se le pueden encontrar aplicaciones prácticas. Si no se sabe, no. Un simple ejemplo puede basta para ilustrar lo absurdo de separar la ciencia en parcelas: un teorema matemático sobre números primos enunciado por Pierre de Fermat en el siglo XVII, es la base de nuestros sistemas criptográficos actuales, con los que por cierto se generan muchas aplicaciones y mucha riqueza. Si en el siglo XVII hubieran decidido financiar tan solo la investigación aplicada, quizás este teorema no se habría enunciado. La pretensión de financiar solo la excelencia, como dicen nuestros responsables actuales, es también absurda por varias razones. Primero porque esta surge generalmente tras muchos años no tan excelentes en los que los investigadores se forman. Pero también porque la ciencia funciona como un castillo de naipes en el que unos conocimientos se apoyan en muchos otros previos, excelentes y no excelentes. La cúspide no podría existir si retiramos las cartas de más abajo. La respuesta es más sencilla: hay que financiar la ciencia buena, la que hace avanzar el conocimiento, y no financiar la ciencia burocratizada o repetitiva, la que no aporta nuevo conocimiento. Por fortuna, los propios científicos saben distinguir muy bien la una de la otra. En todas las épocas existen personas que se hacen preguntas y buscan las respuestas por el puro placer de conocer, de entender más o mejor el mundo en que vivimos. También hay otras que encuentran aplicaciones a esos conocimientos y los explotan. Lo que han de hacer los gobiernos inteligentes es crear un entorno estable para los primeros y favorecer la actividad de los segundos. Como es natural, las personas que se dedican a la ciencia, necesitan unas reglas del juego claras y sobre todo estables, porque se tarda muchos años en culminar una carrera científica y conlleva mucho esfuerzo. Los científicos no se niegan a que se evalúe su actividad regularmente, o a que su financiación esté sujeta a realizar propuestas relevantes de proyectos de investigación. De hecho, tal vez sea el colectivo de servidores públicos que más evaluaciones sufre. Pero no pueden sobrevivir si las reglas del juego cambian constantemente, si los criterios para conceder un proyecto, una beca, o una plaza estable, están sujetos a unos presupuestos erráticos, de forma que con los mismos méritos unas veces se conceden y otras no.
Pero defender la I+D no es una cuestión solo de los científicos, igual que defender los hospitales públicos no es un problema solo del personal sanitario. En ambos casos deberían ser problemas de toda la sociedad porque es toda la sociedad la que sale perjudicada con su recorte. Los recortes en I+D son tan poco inteligentes como dispararnos un tiro en el pie. Con ellos se perjudica el sistema productivo, nuestra competitividad como país, y en última instancia el mantenimiento de nuestras políticas sociales. Defender la I+D no es nada diferente de defender nuestro futuro y nuestro Estado del bienestar. O, como rezaba el lema del acto citado al comienzo, ‘sin I+D no hay futuro’. No deberíamos aspirar a un futuro en el que seamos tan solo un país de turismo y de segundas residencias para nuestros socios británicos y alemanes. Eso sí, con unos Bancos muy boyantes.