Llegó la crisis. ¿Cómo hay que llamarla?, ¿financiera? ¿económica? ¿social?… El académico francés Michel Serres habla de crisis de ética. Y puede ser que tenga razón.
Las evidentes y angustiosas amenazas financieras, económicas y sociales no solo no se solucionan sino que se aprovechan para deshacer con ahínco todo lo que se ha construido. Olvidada la experiencia de una guerra civil seguida de una dictadura de casi cuarenta años. Olvidados los años de represión, de hambre, de los viajes con la maleta de cartón. Olvidados también los progresos que España conoció en sus treinta años gloriosos, muy retrasados respeto a Europa.
Olvidado el espíritu de consenso: nunca fue de tanta actualidad la política del rodillo. Olvidada la tolerancia que parecía rectificar dos siglos de confrontaciones violentas: los improperios son discursos de Gobierno y las señoras Cospedal y Santamaría son las ‘Thatcher’ españolas. Olvidada la significación autogestionaria del Estado de las Autonomías cuya, gestión central o periférica es un desastre con la muy notable excepción de la ingente labor de Gobierno de Patxi López en Euskadi.
Pero hay viejos demonios que no solo perduran sino que se alzan: la vieja ilusión del nacionalcatólicismo de una Iglesia que quiere mandar en lo público. Cuanto más disminuyen sus sinceros feligreses, más aumenta su cuota de influencia en la educación, el Gobierno de la nación y sus leyes. Dos ejemplos: cuando los presupuestos de solidaridad, de educación y de sanidad se recortan, a la Iglesia no se le quita ni un euro; cuando se pide a todos los ciudadanos, sobre todo a los más necesitados, que paguen más a las arcas públicas, los bienes de la Iglesia siguen exentos, como si estuviésemos en la Edad Media. La laicidad ya no es pura ideología de izquierdas o de democracia, es sencillamente una exigencia de justicia y honradez.
Bajo la coartada de las primas de riesgo, de los fallos bancarios, desde luego sin culpables identificados, así como de la deuda soberana se insinúan las regresiones sociales y cívicas que quieren llevarnos hacia atrás, muy atrás.
De esto hay culpables a montones. Desde quienes tenían vocación de informar y dirigir a la sociedad, hasta quienes la componen. Las décadas de gloria que hemos pasado después de la Transición las hemos dedicado no a resolver con seriedad y visión de futuro los problemas existentes, económicos, sociales, institucionales y éticos, sino a vivir de prestado, a lavarnos el cerebro con el consumo y el despilfarro, a privilegiar el botellón antes que la indignación.
Pero una sociedad, un pueblo, puede recuperar el buen camino, el camino de la historia como se decía antes, con tal que se le presenten opciones fundamentalmente éticas, pragmáticas y justas. Aunque estas no lleven a un éxito electoral inmediato. Es lo que se hizo en los largos caminos hacia la II República o hasta el postfranquismo.
Cuando nuestra madre nos pedía que destejiéramos un viejo jersey, era para crear otro nuevo. Esto suponía trabajo, mucho trabajo y mal pagado. Pero detrás de tan sencilla e humilde actividad estaba una vida de ética y dignidad, que tenia porvenir.
Es una escuela que tiene mucha tradición en nuestro país y que solo espera que se la despierte.