Los diputados del nacionalismo periférico en el Congreso suelen hacer uso de términos sustitutivos para eludir la expresión “España”, llegando incluso a incorrecciones gramaticales de lo más ridículo. Así se lo hice saber a un diputado nacionalista en un reciente debate a propósito de lo que él denominaba “las dificultades orográficas del Estado español para el desarrollo del ferrocarril”. Cuando le hice saber que el Estado no tiene orografía y que no pasaba nada por hablar de España, no se lo tomó del todo bien y pareció sorprenderse porque el reproche le llegara desde la izquierda.
La bandera española que apareció en el escenario de la proclamación de Pedro Sánchez como candidato socialista a la Presidencia del Gobierno produjo un efecto parecido en algunos sectores. Y una situación similar se dio también cuando desde el Partido Socialista muchos expresamos nuestro rechazo a los pitidos que algunos mal educados dedicaron al himno español en la final de la Copa del Rey de fútbol.
Y es que la relación de la izquierda con las identidades nacionales y sus símbolos no ha estado exenta de debate a lo largo de la historia. De hecho, la izquierda es esencialmente internacionalista, y preconiza la unidad de criterio y de acción de los trabajadores por encima de las fronteras nacionales. En un contexto de globalización creciente en las relaciones económicas, además, esta vocación transnacional resulta decisiva para defender los derechos de los sectores sociales más vulnerables ante el efecto “dumping”.
Por otra parte, nacionalismo e izquierda son ideologías incompatibles. O se defiende la nación por encima de las consideraciones sociales, o se defienden los derechos sociales por encima de la razón nacional a toda costa. No obstante, también es verdad que en la política española, por ejemplo, izquierda y nacionalismos periféricos hemos encontrado espacios comunes de trabajo a propósito del principio de subsidiaridad y la descentralización eficiente.
En España, además, las izquierdas diversas comparten aún las cautelas provenientes de la memoria histórica respecto a los símbolos nacionales de la bandera y el himno, porque la dictadura franquista usó y abusó de ellos en la represión de los partidarios de la libertad y la democracia. Entre las nuevas generaciones, sin embargo, tales cautelas van diluyéndose en la normalidad constitucional.
En la época actual de las grandes globalizaciones, la izquierda adopta el principio de las identidades compartidas. Cualquiera puede sentirse español, y catalán, y europeo, y ciudadano del mundo además. Unos se sentirán más españoles que catalanes. Otros se verán más catalanes que españoles. Habrá quienes antepongan la identidad europea a la española o catalana. Habrá quienes solo se indentifiquen son su municipio, con su barrio, con su club de fútbol o con su pandilla. Incluso habrá quienes no quieran saber nada de identidad alguna.
Las identidades compartidas son respetuosas, son tolerantes y evolucionan. Hoy puedo sentirme más español y mañana más europeo. Las identidades nacionales no se sobreponen a los valores ideológicos de la solidaridad y la justicia social. Y, sobre todo, las identidades no se afirman unas contra otras, ni legitiman actitudes de sectarismo, discriminación, exclusión o xenofobia. Esto último entra de lleno en el campo del nacionalismo provinciano que tanto daño está haciendo últimamente en Cataluña, por ejemplo.
Por eso muchos decimos: España sí. Entendemos España como identidad de un proyecto común, entre gentes diversas entre sí, procedentes de territorios con identidades a su vez plurales y mutuamente enriquecedoras. Hay un proyecto común en lo político, en lo social, en lo económico, en lo cultural y en lo deportivo. Se trata de un proyecto con mucha historia detrás y que promete mucho futuro por delante. Un proyecto que respeta ideas e identidades distintas, que se afirma a sí mismo pero que no niega a los demás, que procura sumar y no restar.
¿Podemos hablar incluso de patriotismo? Sí, si entendemos ser patriota como ser partidario y defensor de este proyecto común, que más allá de los símbolos más simples de la bandera o el himno, encuentra su máxima expresión en la Constitución que asegura nuestra convivencia, en el Parlamento donde se organiza el espacio público que compartimos, en la caja común de la Seguridad Social que garantiza la solidaridad, y en el sistema fiscal que traza el interés común.
España, sin poner España por encima de los españoles. Sin exageraciones. Y sin complejos.