Generalmente las campañas electorales son útiles para hacer llegar los argumentos y las propuestas a sectores amplios de la población, que inicialmente no están muy informados ni tienen un gran interés en votar. Por eso, al final de las campañas tiende a aumentar la proporción de ciudadanos que están resueltos a votar, al tiempo que se decantan las posiciones políticas. Pero, lo cierto es que en esta ocasión no está claro que la campaña esté cumpliendo este cometido de animar y movilizar.
El propósito central de las elecciones –Europa– apenas ha logrado situarse en primer plano de atención, pese a determinadas iniciativas y a los esfuerzos de los candidatos mejor intencionados. Los temas que han trascendido más destacadamente a la opinión pública no tienen relación con los grandes retos de Europa, y ni siquiera con la Política interna (con P mayúsculas). En su conjunto, lo que está predominando son las campañas negativas y la instrumentalización de cuestiones ajenas, que bien podrían ser objeto en algunos casos de debates serios y sosegados, pero que en esta ocasión sólo se están utilizando como pretexto para intentar desgastar al contrario. Lo cual muchas veces está teniendo el efecto no sólo de desgastar al contrario, sino de desgastar también a quienes proceden de tal manera, en un proceso erosivo recíproco en el que la táctica del “y tu más” acaba dejando confundidos y desencantados a bastantes ciudadanos.
Los debates “arrojadizos” sobre el aborto, los abusos de menores, las sinecuras de determinados dirigentes del PP, el uso de aviones públicos y otras cuestiones similares en realidad tienen una clara calificación de manual. Se trata de típicas operaciones de desviación. Utilizando y amplificando recurrentemente tales cuestiones lo que se ha perseguido por los estrategas del PP era apartar la atención de determinados escándalos y problemas que estaban penetrando en la opinión pública. A su vez, la dramatización y exageración de las confrontaciones dialécticas surgidas de tales asuntos de “infrapolítica” persigue una polarización mediante la que fidelizar a determinados electores, al tiempo que se intenta atraer a otros.
Pero, tal como han transcurrido las cosas en la campaña, es difícil saber si los resultados de tales estrategias negativas van a ser los que algunos esperaban. De hecho, la sospecha de muchas personas es que el bajo nivel y los tonos negativos de la campaña que se han proyectado en mayor grado que los positivos, en determinados casos no han respondido sino a la carencia de proyectos específicos de entidad sobre los grandes retos de Europa, que es lo que se debería debatir de manera intensa en esta campaña. Por ello, antes de conocer los resultados de las urnas ya se puede establecer la conclusión de que la campaña en sí misma está resultando fallida, con sólo algunas excepciones muy concretas. Al final casi todos han acabado entrando al trapo de las negatividades recíprocas y cruzadas, sin evaluar debidamente cuáles pueden ser sus efectos en términos de participación y de calidad democrática.
En varias ocasiones he sostenido que, desde los inicios de la transición, el comportamiento del electorado español ha demostrado bastante sabiduría (Vid., por ejemplo, Temas nº 158) y que casi siempre los votos se han acabado distribuyendo de la manera más conveniente para la evolución política de España. ¿Qué sería lo más inteligente en estas elecciones? ¿Votar o no votar? ¿Dar la victoria al partido que ha hecho gala de mayor negatividad y de menor atención a las cuestiones europeas? ¿Apuntalar resultados que pueden abrir inestabilidades y cuestionamientos a la legitimidad de ejercicio del Gobierno? ¿Votar en clave política interna? ¿Propiciar equilibrios ajustados que nadie pueda utilizar para continuar inestabilizando y polarizando la situación?… Lo veremos el 7 de junio.