Si partimos de la idea de que lo que vivimos es uno de los procesos característicos del ciclo económico del capitalismo, esto es, el que comienza con la crisis, sigue por la recesión, continuará por la recuperación y acabará en el auge, para reproducirse de nuevo no se sabe cuando, llegaremos a la conclusión de que lo lógico, aunque esta crisis sea muy larga y profunda, hubiera sido que los cambios se presentaran como coyunturales. En otras palabras, adaptados al periodo en el que estamos, aunque sin descartar que alguna de las reformas tuviera vocación de permanencia por considerar que la vigencia de la norma anterior es negativa. No es ese nuestro caso.
El hecho de que nada de lo impuesto se haya tildado de coyuntural, salvo teóricas y en todo caso sintomáticas excepciones como, por ejemplo, la de la subida del IRPF, que se promete rectificar cuando se pueda, induce a concluir que el Partido Popular pretende que las reformas introducidas sean irreversibles. Para eso serviría la mayoría absoluta que respalda al más pernicioso Gobierno que ha sufrido nuestro país desde que se inició la Transición a la democracia.
No está escrito que la irreversibilidad sea lo que nos quede cuando salgamos de ese simbólico túnel en el que la crisis, la recesión y las políticas dominantes nos mantiene. Pero convendría que desde el campo de la izquierda se planteara el qué hacer y cómo desenvolverse ante esa posible perspectiva. De momento sabemos que no sólo el PP, sino el conjunto de la derecha europea, vienen trabajando para cambiar el modelo social que fue construyéndose en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El gobernador del Banco Central Europeo, Mario Draghi, ha sido quien de una manera más rotunda lo dijo tiempo atrás al afirmar que el viejo modelo de Estado del Bienestar europeo está muerto, porque con frecuencia no funciona sin deuda. En lugar de resolver el problema de esa discutible deuda nosotros hemos estado doce años acumulando superávit en el Fondo de Reserva de las pensiones- se opta por desmontar el modelo. Es como aquello de muerto el perro, se acabó la rabia.
Adentrándose en lo concreto caben interrogaciones sobre las que es preciso definir alternativas. Por citar una de las muchas posibles está preguntarse qué pasará con la reforma laboral. ¿Será reversible en todo o en parte? Si echamos la vista atrás comprobaremos que la propensión ha sido que ni siquiera el cambio de signo de los gobiernos sirviera para enmendar en positivo las hechas por sus predecesores. Ahí está, por ejemplo, la reforma de 1994, de Felipe González, y no digamos la última de Zapatero, empeorada hasta límites insoportables por la de Rajoy.
Algo equivalente cabría temer con lo que presenciamos en el sistema sanitario público y hasta lo que viene anunciándose sobre las pensiones. En suma, aunque todavía quepa decir que el viejo modelo de Estado del Bienestar no está muerto, tampoco puede asegurarse que el nuevo que va perfilando nuestro Gobierno a golpe de recortes y retrocesos no acabe por imponerse. Cabría preguntarse también sobre lo que puede derivarse de reformas fiscales que graviten sobre los impuestos indirectos, o seguir la estela de lo que vemos que ocurre con los servicios sociales, la justicia, la cultura, la investigación, o, en otra dirección, con la consolidada tendencia al aumento de las desigualdades y de los índices de empobrecimiento y de exclusión social.
En resumen, si la pretensión de la derecha es convertir en irreversible lo hecho hasta ahora, y la posición de la izquierda no debe ser otra que rechazar tal propósito, lo saludable sería que ésta precisara públicamente un programa de contrarreformas en positivo para que la gente tuviera clara su opción a la hora de votar. Porque no es suficiente oponerse a las agresiones del Gobierno. Hay que plantear de forma nítida lo que se haría en el supuesto de gobernar.