Sin embargo, la celebración del referéndum de autodeterminación constituirá para movimientos y fuerzas políticas nacionalistas de España, Italia, Bélgica, etc., un precedente digno de ser emulado. Por ello, y a pesar de la afortunada victoria de los partidarios de la Unión, es preciso denunciar la actitud irresponsable del Primer Ministro británico. La mera posibilidad de que el Reino Unido hubiera quedado fragmentado, es un riesgo que ningún político sensato hubiera debido correr. Cameron no fue pragmático, fue arrogante. Si hace dos años hubiera planteado a los escoceses las propuestas de mayor autonomía, que ofreció días antes del referéndum, este podría haberse evitado.

Entre los votantes se impuso la sensatez. A pesar del contundente rechazo que suscitan las actuales políticas del Gobierno conservador británico entre la población de Escocia (sólo 1 de los 60 diputados elegidos en los distritos electorales de Escocia pertenece al Partido Conservador), la gran mayoría de los escoceses fue consciente de lo que realmente estaba en juego. Y lo que se votaba no era la aceptación o el rechazo de unas políticas concretas, -que están incrementando las desigualdades sociales y debilitando el Estado del Bienestar- sino el mantenimiento o la destrucción de una comunidad política que durante más de tres siglos ha garantizado la convivencia en paz y en libertad. Y la apertura, o no, de la caja de Pandora de la secesión y la fragmentación de Estados con base en planteamientos –ideológicos y políticos- similares a los que hace exactamente cien años condujeron al suicidio de Europa, y cuyo potencial destructivo se vio incrementado por el Presidente Wilson, al introducir en 1919 el principio de autodeterminación de las nacionalidades en virtud del cual las “naciones culturales” debían convertirse en Estados independientes. El principio sirvió para destruir comunidades políticas inclusivas como el Imperio Austro-húngaro, para erigir fronteras, crear conflictos y sumir a Europa, veinte años después, en una nueva orgía de sangre. Sobre los escombros de una Europa destruida, y con el deseo de evitar una nueva guerra, dirigentes políticos dotados de una gran altura de miras y con sentido de la responsabilidad histórica sentaron las bases del proceso de integración europea. Proceso que se configura como el principal baluarte político, jurídico y moral contra los peligros del nacionalismo (estatal, o infraestatal). François Mitterrand –quien junto con Felipe González, Jacques Delors, y Helmut Kohl, formó parte de una ilustre cohorte de europeístas cuya ausencia hoy echamos de menos- en su último discurso ante el Parlamento Europeo advirtió: “El nacionalismo es la guerra”.

En este contexto, y superada ya la incertidumbre, se impone una doble tarea en el ámbito interno británico y en la Unión Europea. En el Reino Unido es preciso cerrar las heridas que el referéndum -por su propia lógica polarizadora- ha provocado. Es preciso convencer ahora a los escoceses que votaron por la independencia de las ventajas de la unidad. La realidad nacional escocesa ha sido respetada durante siglos y nunca ha estado amenazada. Esa realidad ha sido y es compatible con el sentimiento de pertenencia a una comunidad política más amplia, la británica. La victoria de los unionistas no debe interpretarse como un cierre de filas a favor del statu quo. La gestión del resultado del referéndum exige abrir un debate sereno y riguroso sobre el reparto de competencias entre el Parlamento británico y el de Escocia.

Con todo, es en el orden europeo donde hay que adoptar las medidas más urgentes para que no nos veamos de nuevo, ni en Escocia, ni en Flandes, ni en Cataluña o el País Vasco, ni en Padania, ni en ningún otro lugar de Europa ante una situación similar. La Unión Europea no ha estado a la altura de las circunstancias. Ante el referéndum escocés (y lo mismo respecto al catalán) los responsables políticos de la Unión Europea se limitan a recordar que los nuevos Estados quedarían fuera de la Unión y deberían pedir el ingreso, pero que, en todo caso, los conflictos secesionistas son asuntos internos de los Estados miembros que ellos mismos deben resolver. Esto es falso. La destrucción de un Estado miembro no es un asunto interno, es un asunto europeo. Al ingresar en la Unión Europea, los Estados asumen el “acervo comunitario”, e incorporan así a su derecho interno el derecho comunitario europeo en su totalidad.

Se comprometen a respetar el cumplimiento de ese derecho en la totalidad de su territorio y en relación a toda su población. El territorio de un Estado no es algo irrelevante para la Unión Europea: es el ámbito de aplicación espacial de su Derecho y de realización de sus políticas. Si el Reino Unido -o cualquier Estado- consiente la reducción de su territorio está afectando de forma negativa y grave a la Unión al fragmentar el espacio europeo. La Comisión Europea tiene el deber de recordar esto, y no lo ha hecho: que es mucho más grave, para Europa, destruir un Estado que excederse dos décimas en el déficit público.

La Comisión Europea entiende que la secesión del territorio de un Estado no es contraria al Derecho comunitario europeo y que, por tanto, si un Estado miembro consiente su fragmentación, y con ello la reducción del territorio de la Unión, no está violando el Derecho Europeo. Frente a esta tesis, considero que una interpretación sistemática y finalista de los Tratados conduce a entender lo contrario. Si los Tratados no prohíben los procesos separatistas es porque no se considera necesario hacerlo expresamente, en la medida en que dicha prohibición se deduce de los valores, principios y fines de la Unión. Estos se sintetizan en la voluntad de alcanzar “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos”. Es evidente que el fortalecimiento de la Unión es absolutamente incompatible con la fragmentación de los Estados miembros.

Partiendo de que el secesionismo es incompatible con los valores de la Unión Europea,- y para evitar nuevos experimentos que vuelvan a poner a Europa en vilo y en peligro- los Estados miembros podrían y deberían ratificar por unanimidad una reforma del Tratado en la que se estableciera expresamente la prohibición de consentir cualquier secesión dentro de un Estado miembro. Y la prohibición de ingreso de cualquier Estado surgido de la fragmentación de otro. Como la reforma del Tratado es una operación lenta y compleja, mientras esta se tramita, las instituciones europeas, Consejo, Comisión y Parlamento deberían aprobar, cada una en el ámbito de sus competencias, declaraciones en las que se subrayase la incompatibilidad entre la Unión Europea como proyecto integrador y los intentos de fragmentación de los Estados miembros. Y en consecuencia, la negativa a admitir en la Unión a un territorio que se ha independizado de un Estado miembro. Al fin y al cabo, resulta absolutamente incomprensible que quien aspira a una soberanía propia e ilimitada, y para ello quiere independizarse de un Estado, sea admitido en una organización cuya razón de ser y finalidad es, precisamente, compartir la soberanía.

En la Europa del siglo XXI, la ruptura de una comunidad política y la fragmentación de una sociedad no pueden presentarse nunca como un objetivo democrático legítimo. El derecho de secesión sólo puede justificarse –desde un punto de vista ético y jurídico- en el caso de comunidades cuyos miembros no vean respetados sus derechos fundamentales. Y es evidente que no es el caso del Reino Unido ni de España.