Las grandes ideas fuerza de la seguridad, la libertad, la democracia y el bienestar social han sido decapitadas a lo largo de veinticinco años de mistificaciones, para vender las bondades de la globalización y de su inseparable compañero el capitalismo financiero. Con ese discurso, se ha producido la desindustrialización progresiva del continente, excepto en su potencia dominante, Alemania, y se han alimentado todo tipo de especulaciones y burbujas improductivas, para mantener el espejismo de bonanza como medio para hacer penetrar la carcoma que ahora recorre muchas naciones europeas. Naciones y pueblos que observan y sienten lo perdido y que carecen de apoyos para reaccionar, por haber puesto toda su confianza en las organizaciones y dirigentes que, a todas luces, han abusado de ella. Esa, entre otras, es la causa de la crisis de los partidos políticos tradicionales, conservadores y socialistas, que han sumido a los pueblos europeos en una peligrosa orfandad política. Los españoles ya sabemos algo de eso.
Estos días se vive un sedicente proceso revolucionario en Ucrania, que en realidad ha sido un golpe de Estado, sin que se adivine su final. No será bueno, teniendo en cuenta la heterogeneidad de intereses en liza y el descarrilamiento de las formas democráticas. Esto último abona la tesis de los que consideran que, al ser desoída la voz de las gentes pacíficas, sólo queda el recurso a la violencia para romper el statu quo. Sin duda, cundirá el ejemplo, porque la desnaturalización de la democracia, en nombre de intereses superiores, ha tomado carta de naturaleza y son demasiados los países en los que se hace gala de ello. Hoy es Ucrania, mañana pueden ser Grecia o Italia, e incluso Francia, por no citar España, aquejada de esclerosis múltiple como ha quedado acreditado en el “debate” del Congreso de los Diputados.
El fenómeno común es el de la proletarización de las clases medias, cuyo pacifismo y sentido del orden se malinterpretan como aquiescencia con el estado de cosas actual. Por ello, se continúa con los abusos y la devastación fiscal. Creen los gobernantes que eso es gratis, y no lo es, como se está comprobando en Ucrania: la calle, en manos de minorías combativas y armadas, se ha adueñado del poder mientras la gran mayoría de la sociedad ha permanecido impasible. Lo que parecía granítico se ha desmoronado en 48 horas en medio de la indiferencia general, dando lugar a la intervención de Rusia y amenazando la integridad del país. Por eso, ante esos sucesos, no entiendo el contento de tantos medios de comunicación españoles que, en cambio, se rasgan las vestiduras cuando cosas de menor enjundia y pacíficas ocurren aquí.
Las instituciones europeas no estuvieron a la altura en la negociación del acuerdo de asociación con Ucrania en otoño de 2013 y ahora, deprisa y corriendo, pretenden subsanar su error sin saber siquiera qué pueden ofrecer a los nuevos gobernantes de Kiev para reconducir la situación. Realmente todo es confuso y provisional, al tiempo que ilustrativo de algo que emerge cuando se abre alguna crisis importante en Europa: las instituciones europeas carecen de capacidad de resolución y respuesta y son los Estados implicados o las potencias dominantes los que asumen el protagonismo. En estos días agitados se habla de Moscú, Berlín y Washington, poco de París y Londres, y casi nada de Bruselas. En realidad, lo de Bruselas recuerda a la frágil Sociedad de Naciones de Ginebra en los años 30 del siglo XX. Lo malo es que, además del frente del Este, el flanco del Sur no está muy allá y el discurso oficial, aparte de estar exhausto no parece suficiente para encauzar los problemas sociales y políticos que se han generado con las políticas de la mal llamada austeridad.
Sin descartar otros escenarios, las elecciones europeas de mayo nos indicarán el grado de respaldo de los electores a lo existente y qué opciones nuevas o viejas resultan favorecidas en la jornada electoral. En cualquier caso, la falta de proyecto común y las escasas garantías de que aparezca a medio plazo obligará a cada Estado a vigorizar sus políticas propias, los que las tengan, para no precipitarse en la inestabilidad o el aventurerismo.