Dos guerras mundiales, decenas y decenas de millones de muertos, inspiraron, después de la segunda catástrofe, algunos hombres políticos de ideologías muy diversas, que estimaron que la solución de la paz en Europa no pasaba por dibujar y consolidar nuevas fronteras, sino por tratar de borrarlas progresivamente. A pesar de las amenazas de la Guerra fría, estos hombres políticos, sin estar realmente impulsados o apoyados por movimientos populares y masivos en sus respectivos países, fueron avanzando paso a paso. Partiendo de un sencillo acuerdo de cooperación sobre el carbón y el acero, empezaron a establecer relaciones de confianza entre quienes fueron los máximos protagonistas de tres enfrentamientos sangrientos en menos de un siglo: Franceses y Alemanes. Hoy la Unión Europea articula veintiocho países, tiene un Parlamento común, órganos de gobierno, elecciones europeas… Las fronteras entre esos países han casi desaparecido, sus estudiantes van gozosamente de una Universidad a otra con la ayuda del programa Erasmus, nadie ha renunciado a su identidad… Cada paso adelante no ha surgido de cualquier presión popular. Los pueblos han seguido y sus gobernantes han ratificado cuando se lo han propuesto cada progreso o afiliación nuevos. El primer parón surgió del rechazo de Francia y Holanda en la ratificación de una Constitución Europea. Desde entonces se multiplican los problemas, las acusaciones contra las instituciones europeas, contra la idea de una profundización de la Unión, cuando no en contra de su existencia misma. Hoy los pueblos conocen fracciones de eurófilos, de euroescépticos y de eurófobos, y las dos últimas progresan.

De manera paralela, en el seno de las naciones europeas surgen ¨nacionalismos¨: escocés, irlandés, vasco, catalán, lombardo, córcego, flamenco… Cuando un país amenaza con salirse de Europa si no se le acepta sus peticiones, cuando el primer partido de otro proclama idéntica voluntad, cuando en otros los nacionalismos exigen su independencia, aunque sin abandonar el hogar europeo, puede uno plantearse cuál puede ser la geografía de Europa cuando celebremos, dentro de cinco años, el centenario del Tratado de Versalles.

Difícil dibujar cuál puede ser el mapa de Europa. Lo único que se puede anticipar es que, de seguir así, veremos el renacimiento de unas fronteras que no han sido totalmente suprimidas. Y la idea de frontera es antinómica con la idea de una Europa unida y fuerte. Dicho de otra manera, hay dos concepciones de la Unión Europea: la que estima que debe progresar en su unión, en todos sus aspectos políticos, económicos, sociales y, sobre todo, cívicos, y otra, la que defiende que debe quedarse en la situación actual, o mejor, retroceder devolviendo a las fronteras y a las naciones que limitan lo poco de poder que les ha arrebatado. Hoy por hoy, si la mayoría de los políticos europeos se adscriben a la primera proposición, poco o nada hacen para que avance, cuando los que defienden el retroceso europeo adquieren cada día más protagonismo.

Por ello, sería muy necesario que los partidos que se afirman pro-Europa fuesen más contundentes. La Unión Europea exige antes que todo unión, y no separación y disgregación. Quienes defienden egoístamente sus fronteras, reales o imaginadas, deberían saber que su lugar no está en Europa. Si en Inglaterra el pueblo está mayoritariamente en contra de aguantar los compromisos europeos, debe salir de la Unión, aunque a todos nos duela. Si en Cataluña o Escocia los ciudadanos quieren establecer nuevas fronteras con sus vecinos y antiguos compatriotas, deben saber que el espíritu de división nada tiene que ver con Europa. Quienes razonan en términos nacionales en el mundo actual, soslayando la realidad de la ciudadanía europea, están poniendo trabas a la necesaria y vital profundización de la Unión. Vital. ¿Por razones económicas? Seguro. Pero también por el mantenimiento de la paz. No nos encontremos en 2019 con un mapa de Europa que suscite conflictos “nacionales” como los suscitó el Tratado de Versalles. Las fronteras llevan a los enfrentamientos. La historia, no tan antigua, de los Balcanes es una buena ilustración. Las violencias durante décadas de Irlanda o Euskadi, o las actuales de Ucrania, demuestran hasta dónde puede llegar el nacionalismo. Quienes están convencidos que el único porvenir se encuentra en una Unión Europea que avance hacia una verdadera identidad total, deben cerrar filas y no transigir ante quienes no aceptan la regla común.

Las amenazas de Gran Bretaña, las zancadillas de los nacionalismos, la progresión de quienes reniegan de la construcción europea, plantean un reto a la vez inmediato e insoslayable. O Europa avanza, apartando a quienes se oponen a su progreso, o va directamente al precipicio y hacia el retorno a una Europa terreno de conflictos, colonia de otros continentes. Quizá necesite la Idea europea del sacrificio de la utopía de la Europa-continente para conseguir la unión estrecha, indisociable, de los países fundadores y de quienes acepten la unión política, fiscal, social y cívica. Menos, pero más firmes. No son necesarias revoluciones para ello. Ya existen quienes están en el euro y quienes no están en él. Puede haber otras diferencias con tal que exista un núcleo duro, fuerte y convencido. Pero la idea europea no puede nutrirse de austeridad, recortes y liberalismo. Necesita una apuesta decidida hacia la integración política, el progreso social, el desarrollo económico y la cultura de la inteligencia. Nada de esto se puede conseguir con fronteras anacrónicas.