Durante la legislatura europea que ahora termina el panorama del continente se ha ensombrecido de forma alarmante: paro, deuda, recesión y, lo peor, escasas esperanzas de mejora en la mayoría de los países. En realidad, excepto Alemania y el Benelux, el resto lo forman un conjunto de naciones tullidas que no aciertan a desenvolverse en el corsé de la Unión Monetaria. Los latigazos que ésta ha propinado, cuyo máximo exponente de crueldad se ha producido en Grecia, han hecho mella en los espíritus de la gente, porque, después de asumir la necesidad de determinados sacrificios, han constatado que su deuda pública ha crecido de forma exponencial y que sus expectativas han empeorado, porque, se diga lo que se quiera, la deuda yugula el crecimiento económico y el pago de intereses succiona todos los euros provenientes de los recortes. Y nada hay más desmoralizador que sacrificarse en vano, que es lo que está ocurriendo.
En el caso de España, la montaña de la deuda pública, sin olvidar la ingente deuda privada, se ha convertido en un Everest inalcanzable -casi el 100% del PIB-, que debería obligar a otro tratamiento, llámense reestructuración o renegociación, en el seno de la Unión Monetaria, porque si ésta no sirve para eso para qué sirve. Puede que termine ocurriendo cuando todo esté desbordado, si es que no lo está ya en algunos países, pero, aunque sólo sea por una vez, las instituciones comunitarias deberían adelantarse a los acontecimientos. Por eso, no entiendo la satisfacción de los portavoces oficiales sobre lo bien y barato que colocamos la deuda, teniendo en cuenta el montante de la misma y los altibajos de los tipos de interés.
Algunos pensarán que pedir a los de Bruselas anticipación y previsión es utópico. Se comprende, a la vista de su trayectoria de estos años convulsos y del último espectáculo que han montado en Ucrania, digno colofón de su falta de sensibilidad y de conocimiento sobre la realidad y la geopolítica europeas. De todas maneras, no se puede renunciar al intento de cambiar las acciones de los hombres que dirigen el tinglado comunitario, aunque la mayoría de ellos no han sido elegidos por los ciudadanos. Por tanto, el dilema de los electores es deslegitimarlos, rehuyendo participar, o dar su apoyo a quienes proponen cambios sustanciales.
Tanto la abstención como la crítica son opciones democráticas y pacíficas que, precisamente por ello, despiertan el desasosiego de los instalados, aunque todavía prefieren hacer o sentir como que no pasa nada, que todo está bajo control y que hay que repartir las candidaturas para dirigir las instituciones europeas bajo el signo del continuismo más absoluto. Es bastante evidente en el caso de los conservadores, aunque conviene advertir que los socialdemócratas no se han estrujado demasiado la sesera a la hora de elegir. En realidad, van consolidando un sistema denomenclatura, muy poco acorde con la democracia.
En cada país, los electores tendrán que cavilar porque el tema no es baladí. Hay países como el nuestro en el que la abstención puede ser claramente mayoritaria, quizás superior al 60%, y otros, como Francia, Italia o la propia Grecia, donde puede haber más controversia, en los que los electores se inclinen por apoyar cambios de corte radical con los que se pretenda poner en solfa no el proyecto europeo, sino el falso europeísmo con el que se nos ha castigado en estos años. De todo ello, podría surgir una fotografía de los ciudadanos de la Unión Europea muy diferente de la que esperan los que ostentan ahora el poder y que se las prometen felices para los próximos cinco años. Como lo sospechan, todo su interés se centra en dar por sentado que las cosas están bien como están y que los que preconizan fórmulas o políticas diferentes son “antieuropeos” o chiflados. En fin, la historia de siempre, a ver si cuela, pero la procesión va por dentro y la respiración está contenida.