Es evidente que los problemas de la Unión Europea, que se han agudizado con la tormenta financiera desatada hace cinco años, son en parte el resultado del reequilibrio ideológico y económico que se ha producido desde la caída del Muro de Berlín en el otoño de 1989 y la reunificación alemana que la siguió. En aquellas fechas, los vientos del capitalismo financiero o del neoliberalismo, como lo llaman otros, empezaron a circular con facilidad en el espacio común europeo: el modelo político y social, simbiosis de éxito entre lo público y lo privado, empezó a ponerse en entredicho para dejar paso a la sublimación de lo privado, con olvido de todo lo demás. Fueron los tiempos del saneamiento de las cuentas públicas y de los preparativos de la unión monetaria, dos objetivos, aparentemente loables, que, sin tardar, se iban a poner al servicio de una empresa, la globalización financiera, cuyos resultados lastimosos estamos recogiendo ahora ante la sorpresa farisaica de algunos y la desesperanza y el desconcierto de la mayoría. Maastricht en febrero de 1992 fue el arranque del drama.

Los Gobiernos europeos de entonces, en los que había una nutrida presencia de la socialdemocracia, dieron paso franco a las propuestas del capitalismo financiero y permitieron que sus adalides se incrustaran en las instituciones comunitarias. Desde ellas se impartió el nuevo evangelio que, como el grano de mostaza, se expandió de forma exponencial. Tomó carta de naturaleza la confusión ideológica de los socialismos democráticos y el retraimiento de los liberal-demócratas. Todos ellos arriaron sus banderas porque llegaban otros tiempos. Y en verdad llegaron: el proyecto europeo dio pasos adelante para una mayor integración, con la firma del Tratado de Maastricht en febrero de 1992, pero no con los principios sociales y benefactores que habían inspirado la etapa anterior, sino con aquellos otros, más descarnados e individualistas, del capitalismo financiero. De ahí que se iniciara la puesta en duda del valor de la gestión pública y se ensalzara la llamada liberalización o desregulación para vivificar al mercado.

Ya hemos llegado al punto en el que ésta Europa a la que se invoca como justificación sólo ofrece miserias sociales y déficits democráticos en sus instituciones, dominadas por Alemania y los gurús de los mercados, con el argumento de que no hay otra opción. No es verdad: Europa tiene en su seno diferentes tradiciones, desde la tolerante y democrática hasta la autoritaria o totalitaria. Creíamos que la primera se había consolidado para hacer confortable la vida de los ciudadanos en un proyecto común europeo. Pero se ha dejado perder en nombre de intereses y de políticas espurias, sedicentemente liberales, que se imponen ignorando la voluntad de los electores. Otra vez los europeos, y cada país en particular, nos veremos obligados a optar entre la democracia y el totalitarismo, porque eso, y no la prima de riesgo o el rescate, es lo que se juega. De momento, los viejos fantasmas emergen gracias a la ayuda inestimable de unos dirigentes europeos, al servicio de intereses nefandos, que pretenden conjurar los peligros sin hacer la menor autocrítica y sin renunciar a los propósitos que conducen a la escombrera política y social.

Los españoles somos parte de ese proyecto fallido y estamos sufriendo las consecuencias. Encima tenemos gravemente dañado nuestro sistema constitucional, convertido en obstáculo, al parecer insuperable, para el buen gobierno. Por eso, es oportuno preguntarse y preguntar en qué proyecto de Europa se piensa cuando se la invoca, no vaya a ocurrir que estemos, como el pintor, agarrados a una brocha sin escalera.