Desde la implantación democrática en España, hace ahora más de 36 años, la evolución socioeconómica y territorial ha seguido una serie de etapas claramente perfiladas por hechos muy significativos. La primera etapa (1978-1986) parte de una situación de “stagflación” (estancamiento económico más fuerte inflación) derivada de las crisis del petróleo (1973-1979), que venía acompañada por la fuerte inestabilidad social generada, tanto por los efectos de dicha crisis, como por los cambios políticos producidos en España tras la muerte del dictador; y termina con la integración de España en la Comunidad Económica Europea (CEE), lo que implica un importante cambio cualitativo en cuanto a estabilidad socioeconómica y política. La segunda etapa (1986-91) recoge las transformaciones producidas desde la consolidación democrática y autonómica en España, al surgimiento de una creciente mundialización de los procesos (lo que se ha denominado dinámica de Cambio Global) muy directamente asociada a la generalización en el uso de internet y a la caída de la URSS. En España, se ve acompañado de una radical transformación de su capital fijo territorial, derivada de los fuertes niveles de inversión en infraestructuras que se desarrollan, en gran parte, asociados a la aplicación de fondos de ayuda al desarrollo regional europeos. La tercera etapa (1991-2008) viene caracterizada por la creciente mundialización socioeconómica, y por la rápida expansión de la economía especulativa frente a la productiva; el predominio de la economía financiero-especulativa genera crisis sucesivas derivadas del estallido de las correspondientes burbujas especulativas. En esta etapa, la evolución de España va venir muy condicionada por la Unión Monetaria Europea (1999) y sus consecuencias, y por la especulación inmobiliaria fomentada a partir de 1998 (reforma de la ley del suelo del PP). La cuarta etapa (2008-2014) es la de la Gran Recesión –como la denominan muchos economistas- y puede ser subdividida, en el caso español, en dos subetapas diferenciadas: 2008-2011 y 2012-2014, atendiendo a los dos tipos de gobiernos que gestionan la crisis con peculiaridades propias (Zapatero/PSOE y Rajoy/PP, respectivamente).
Cada etapa debería haber conllevado unas lecciones aprendidas para enfocar el futuro, que deberían haber posibilitado prevenir los errores que sistemáticamente se han venido cometiendo en este país, desde la perspectiva de los intereses generales de su población. Pero es evidente que estos intereses generales no han estado siempre en la base de las tomas de decisiones de los Gobiernos que ha habido, muy en particular en el caso de los Gobiernos del PP, cuyas políticas tienen un claro sentido clientelar y de clase, y una inteligencia, coherencia y efectividad que, desgraciadamente, no siempre han estado presentes en los Gobiernos del PSOE, sobre todo en lo que se refiere a su política económica; aunque en política social y ambiental la diferencia con los Gobiernos del PP haya sido sustancialmente mucho más positiva y coherente con los principios básicos del desarrollo social.
Cada etapa también ha dejado una huella trascendental en el modelo territorial español (forma en que se ocupa, utiliza y transforma el territorio por la sociedad) tanto en sentido positivo como negativo, que ha venido condicionando las posibilidades de transformación posteriores y definiendo diferenciales de ventajas comparativas territoriales y urbanas. Dada la fuerte inercia y estabilidad a corto plazo de los cambios que se producen en los usos del suelo y en el patrimonio territorial (natural, cultural y stock de capital productivo), la situación de este modelo territorial y sus dinámicas actuales de cambio, son fundamentales a la hora de establecer las expectativas de transformación para un año tan inestable como se presenta el recién iniciado 2015.
Como se señalaba anteriormente, la primera etapa se inicia con una lección fundamental para Europa y España: su grandísima dependencia energética del exterior la hace fuertemente vulnerable a los precios del petróleo que, dada su relevancia económica y la estructura de su producción global, se convierte en un elemento controlable y controlado al margen -o a través- de los mercados. En el período de referencia (1973-1979) el control de la oferta hizo subir brutalmente los precios del petróleo (en 1974 se triplicaron, pasando de 3 a 12 $/barril) por motivos geoestratégicos-militares contra Israel y las potencias occidentales que lo apoyaron. Y, nuevamente en este año 2014, junto a los motivos de ajustes de mercado (caída de la demanda, fundamentalmente en la Unión Europea y China, por la crisis, frente a la nueva oferta derivada del fracking estadounidense) son motivos geoestratégicos (aunque también de estrategia económica) los que explican la caída coyuntural de los precios del petróleo.
En un marco en el que la oferta de petróleo de costes reducidos de obtención está en clara caída, con importantes conflictos en algunos de los países de oferta significativa en este petróleo de extracción barata (Oriente Medio y Norte de África) y en el que el aumento mundial de la población y de sus niveles de consumo global y energético sigue creciendo, las previsiones de mercado necesariamente se asociaban a un incremento sostenido de precios del petróleo a nivel global, que, más pronto que tarde, volverá a ser la dinámica que presida su evolución a medio plazo; seguramente con fuertes y rapidísimas escaladas de precios a partir del momento en el que los objetivos de desestabilización geoestratégica (Venezuela, Rusia, Irán, Estado Islámico,…) y sectorial (energías renovables y alternativas al uso del petróleo, coche eléctrico, nuevas prospecciones,…) se consigan con un margen suficiente para alargar posteriormente la fase de recuperación de plusvalías sacrificadas en la actualidad, con balance neto positivo. Este proceso no es nuevo, como se aprecia en la Figura siguiente, que recoge la evolución del mercado de futuros del petróleo. Hay que señalar que antes del comienzo del “railly” bajista del tercer trimestre de 2014, definido por una clara sobreoferta en este mercado de futuros, el precio de referencia a medio plazo para los operadores se situaba entre 85 y 104 $/barril. (Vid. fotografía)
En un marco en el que el coste del dinero es prácticamente nulo en el mundo desarrollado, las multinacionales energéticas han venido apalancándose (endeudándose)fuertemente (se estima en más de un billón de dólares las inversiones en marcha que ven puestas en cuestión su rentabilidad por la caída del precio del petróleo por debajo de los 70 $/barril) para inversiones energéticas alternativas al petróleo, o para la búsqueda y explotación de nuevos yacimientos que, progresivamente, iban diluyendo la capacidad de control de los ofertantes tradicionales. La sobreoferta actual de crudo, con la rebaja del precio del petróleo “Brent” por debajo de los 50 $/barril (del orden de la mitad de su precio coherente con el mercado) sólo se podrá mantener mientras los países que potencian esa sobreoferta –con un papel muy destacado de Arabia Saudí, cuya actuación sólo es comprensible en connivencia con el Gobierno de EEUU- presenten reservas financieras muy elevadas, y unos Fondos soberanos que gestionen especulativamente esas reservas; y que, adicionalmente, puedan aprovechar los beneficios especulativos esperables del conocimiento de la evolución a corto -que sus países marcan- de los precios de futuro del petróleo.
¿Se producirá en 2015 el inevitable “rallye” explosivo de recuperación de los niveles de precios del petróleo? Es difícil de saber hasta qué nivel de desestabilización geoestratégica o sectorial han fijado los objetivos de su actual política energética, ni la capacidad financiera o de expectativas de recuperación de beneficios ahora abandonados, que se está dispuesto a asumir por multinacionales, Fondos soberanos o Gobiernos implicados. Sí parece que EEUU está cambiando su política de intervención militar por una política de intervención económica en compañía de socios con intereses comunes para cada política. En todo caso, si durante 2015 se mantienen precios del petróleo del orden de los actuales, España se verá relativamente beneficiada en la disminución del déficit de su balanza comercial por un importe de unos 10.000 millones de euros (la energía viene a significar unos 40.000 millones de euros en pagos al exterior) y por una disminución de los costes de transporte, energía, inputs agrícolas, etc. Y, curiosamente, como España tiene peor eficiencia energética que la media europea (energía usada por cada euro producido, denominada intensidad energética) los beneficios serán relativamente mayores, en media. Pero también se verá relativamente perjudicada, con efectos muy negativos a más largo plazo, por las consecuencias estructurales de ese abaratamiento que, adicionalmente en el caso español, se une a políticas energéticas del Gobierno actual, nada favorecedoras de los intereses generales a largo plazo de este país, ni ambiental, ni socioeconómica ni territorialmente.
El primer efecto negativo obvio es sobre las energías renovables. Energías ya fuertemente penalizadas a corto plazo por el Gobierno actual, aunque seguramente a medio plazo los tribunales obligarán a revertir e indemnizar –a un Gobierno futuro- por gran parte de las pérdidas asociadas a las regulaciones impuestas, que suman cientos de millones de euros, y que han sido llevadas ante los tribunales (el noveno y último pleito, por ahora, ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI), el organismo de arbitraje del Banco Mundial, de inversores extranjeros contra España, por el recorte a las renovables, se ha presentado el 7 de enero por la planta termosolar Andasol 3, situada en Granada, cuya construcción se inició en 2008). Un petróleo barato, que implica la reducción del precio del gas, la disminución de costes de las centrales combinadas (en la actualidad fuera de producción por el exceso de capacidad eléctrica instalada sobre la demanda) y una regulación penalizadora de la estructura de inversión/amortización/costes de funcionamiento de las renovables, aboca al mantenimiento del drástico freno a su expansión, aumenta las dificultades de cumplir con las Directivas Europeas al respecto, y lleva al mantenimiento o acrecentamiento de la dependencia energética exterior (cerca del 100% del petróleo, gas y uranio son importados, al igual que del orden del 70% del carbón). Como consecuencia, si, como es de esperar, se produce una fuerte recuperación y aumento de los precios energéticos, la capacidad de reacción de España será nula, a menos que se prevea esta posible evolución y se tomen medidas para evitar sus negativos efectos, que pueden ser críticos sobre el sistema productivo, conduciendo a una recesión similar a la producida en crisis energéticas anteriores.
Pero hay otros efectos negativos. La disminución de precios energéticos y la mejora macroeconómica que implica son un atractivo para el incremento del consumo energético, lo que, correlativamente, implica un incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero, salvo que una fiscalidad ambiental responsable llevara a que los beneficios de la reducción de precios del petróleo se aplicaran, no a la reducción de precios de la energía para el consumidor, sino en supresión de subvenciones al consumo energético –política puesta en marcha, por ejemplo, en India- o en inversiones para mejora de la eficiencia energética y para adaptación (desmaterialización y descarbonización) del modelo productivo y lucha contra el calentamiento global. Políticas en absoluto esperables en un año electoral como este 2015, y por un Gobierno como el actual del PP. El resultado es que, de nuevo, la dinámica previsible aleja a España del cumplimiento de Directivas y Objetivos Europeos en materia de emisiones, y endurecerá las medidas a adoptar por los próximos Gobiernos al respecto, que previsiblemente coincidirán con el fuerte incremento de precios a medio plazo, que ayudará a corregir, por las malas, la imprevisión, electoralismo y cortoplacismo del Gobierno actual, y la previsible crisis asociada a sus errores en política energética.
También los precios de la energía tienen un efecto muy significativo sobre el modelo territorial y sobre el Urbanismo. El modelo territorial disperso, con salida de la industria a polígonos industriales externos, de deslocalización de colegios, hospitales, equipamientos generales y centro comerciales de las ciudades a la periferia, y de multiplicación de las urbanizaciones de chalets aislados o adosados en la periferia urbana, o en la sierra o costa como segunda residencia, ha sido el modelo tradicional ligado a la gran expansión del sistema viario (autovías y autopistas) y a la generalización del uso del automóvil en un marco de energía barata. Modelo que ha presidido la evolución territorial hasta la actual Gran Recesión, asociado a la especulación urbanística como forma de acumulación de capital para promotores y especuladores (explosivamente tras la reforma de la ley del suelo de 1998 por el PP) y al endeudamiento hipotecario de familias y empresas inmobiliarias, que han sido puntos clave de la dimensión actual de la crisis en España (y, en general en EEUU, Irlanda, Inglaterra, etc.). Pero Modelo también tremendamente consumidor de energía y manifiestamente ineficiente en su uso, lo que ayuda a explicar la baja intensidad energética relativa de España.
El incremento del precio del petróleo registrado a lo largo del siglo XXI -y, asociado, el de la energía en su conjunto- estaba llevando a la vuelta a un modelo de ciudad compacta, a la reducción de la movilidad obligada, y a la promoción de políticas de renovación, regeneración y mejora de la eficiencia energética productiva y residencial, esta última por la vía de la rehabilitación y reforma de edificios. Tendencias y políticas positivas y coherentes con una mejora de la eficiencia energética y con la disminución de gases incidentes en el Calentamiento global, que nuevamente quedan en cuestión si el abaratamiento energético se traslada al usuario, y no se aplica al soporte de políticas energético/ambientales/territoriales a largo plazo.
Una última importante dimensión de la crisis petrolera de la década de los setenta del siglo XX, fue que los países productores de Oriente Próximo y del norte de África (grandes detentadores de reservas petrolíferas, aunque explotadas en la mayoría de los casos por multinacionales occidentales de la energía) recibieron fuertes ingresos derivados del alza de los precios, lo que les ha permitido operar en el sistema financiero-especulativo mundial a través de los Fondos soberanos, diversificando sus fuentes de ingreso, y financiar otro de los graves problemas definidores de la fragilidad e instabilidad de la sociedad actual: la propagación del fundamentalismo islámico que, unido a los fuertes flujos inmigratorios hacia sociedades occidentales de países musulmanes -fruto a su vez de unas facilidades culturales heredadas de los años de colonialismo occidental sobre estos países- han creado un caldo de cultivo origen de uno de los focos de inestabilidad social potencialmente más peligrosos para la estabilidad democrática y del sistema de valores y cultura occidental. Y, en mi opinión, no porque sea determinante una parte fundamental de la frase con que acababa Huntington (1996) su libro “El choque de civilizaciones”: “… los choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial…”, sino porque este tipo de conflictos, que periódicamente afectan al mundo occidental (el último los asesinatos de París de la semana pasada) se unen a otros problemas ligados a la crisis económica en el mundo occidental (paro, empeoramiento de las condiciones del empleo y de los salarios, empobrecimiento de las clases medias, etc.) que son un peligroso germen para promover soluciones autoritarias, xenófobas y fascistas, que pongan en peligro los fundamentos de la democracia y del buen vivir/bienestar de las sociedades occidentales. Riesgo inherente a muchos de los aspectos intrínsecos de la Crisis Global, que tendremos ocasión de desarrollar en artículos sucesivos.
Antonio Serrano