El proceso de privatización no es transparente, pero cada ejercicio es más explícito e irreversible. Comenzaron “externalizando” determinados servicios accesorios (de restauración, limpieza, informática…). Siguieron con servicios estructurales, como el archivo de las historias clínicas o los laboratorios. Decidieron luego encargar a las empresas privadas la gestión de las pruebas diagnósticas y las intervenciones quirúrgicas más fáciles y rentables. A la vez promovieron los siete nuevos hospitales públicos de la región mediante una fórmula (ensayada, fracasada y abandonada en el Reino Unido) que consiste en confiar la construcción del centro y la prestación de los servicios no estrictamente clínicos (eso dicen) a una empresa privada. A continuación pusieron directamente en manos de una multinacional del sector la Fundación Jiménez Díaz y el nuevo hospital de Valdemoro, que nace completamente privado. Ahora nos anuncian que todos los nuevos centros hospitalarios pendientes de abrir en Madrid (Carabanchel, Torrejón, Móstoles, Villalba…) serán centros completamente privados. Y amenazan con extender el proceso a los centros de especialidad y a la atención primaria. En solo un lustro, si se cumplen los planes del PP, cerca de la mitad de los ciudadanos madrileños recibirán prestación sanitaria a través de empresas privadas.

Los defensores de este modelo aducen dos grandes ventajas. Dicen que así se abarata la puesta en marcha y la gestión del servicio hospitalario, pero en Madrid sabemos que la construcción de los siete nuevos hospitales hubiera costado 640 millones de euros mediante el procedimiento público tradicional. Mediante la fórmula neocon nos costarán más de 2.500 millones a lo largo de 30 años. Dicen también que el funcionamiento de estos centros bajo parámetros de gestión privada es más eficiente, pero en Madrid sabemos que la sanidad cada vez funciona peor. Conforme avanza el proceso de privatización, las listas de espera se alargan y las urgencias se colapsan un día sí y otro también. La propia presidenta regional ha tenido que admitir que muchos madrileños no quieren operarse en los centros privados que les asignan porque no les atribuyen suficientes garantías. Nunca hubo tantas quejas por el funcionamiento de la sanidad pública madrileña como ahora.

Las consecuencias reales de la privatización sanitaria son otras. Primero el dispendio económico. Varias empresas están multiplicando sus márgenes comerciales y sus resultados económicos metiendo la cuchara en el presupuesto de la sanidad pública. Y quieren más. Los funcionarios públicos, de formación y vocación contrastada, se sienten desbordados por el incremento de la demanda y la falta de recursos. Los usuarios asisten pasmados a la paradoja de saber que cada año se invierte más dinero de sus impuestos en la sanidad, y cada año funciona peor. Su comodidad se resiente. Su calidad de vida y su salud también. Y la desigualdad aumenta, porque el mensaje subliminal del gobierno regional es muy eficaz. Si quiere usted sanidad pública, confórmese con lo que hay. Ahora bien, si quiere algo mejor, ahí están los seguros privados. Para el que pueda. ¿Y el que no puede?

Hoy sabemos de una vuelta de tuerca más. El gobierno del PP anuncia un nuevo sistema de retribución para los trabajadores de la sanidad pública: “la retribución variable primará a aquellos empleados que reduzcan costes en pruebas diagnósticas y gasto farmacéutico”. Toma eficiencia. A costa de la salud, claro.

El servicio público requiere de revisiones y mejoras constantes en el sentido de la modernización y la eficiencia. Seguro. Pero sin perder su naturaleza. Porque su naturaleza pública es la garantía de la calidad y la igualdad de oportunidades, más allá del negocio.

En sanidad, al menos, sí importa el color del gato.