Pues bien, este hombre elucubró –y en su caso son aplicables todas las acepciones de la palabra, etimológicas incluidas- mucho acerca de las ideas evolucionistas que personajes como Lamarck o Darwin -este último coetáneo suyo- habían puesto en el centro del debate científico de la época. Si bien Darwin lo hacía desde el punto de vista biológico, Spencer extendió la cuestión al terreno social, llegando a afirmar que lo de la supervivencia del más apto constituía una semejanza entre la biología y la sociología y que, de esa semejanza, se derivaba una importante lección: en el mundo social hay que evitar inferir en este proceso (criterio angular de lo que se denominó el ‘socialdarwinismo’).
Esta corriente de pensamiento, heredera y continuadora del reaccionario, vino a equiparar evolución a progreso, a los mejor adaptados con los mejores. No resultó nada complicado que estos planteamientos, aderezados con una buena ración de genética (cada cual le puso el gramaje que entendió más adecuado y/o las coyunturas le facilitaron), desembocara en racismo, llegando a convertirse en una ideología mayoritaria entre los poderosos, respetable y hasta “científica”. Una ideología que servía tanto para “dentro de casa” (‘racionalizaba’ la desigualdad y ‘legitimaba’ la existencia de las clases más bajas) como para “fuera de casa” (una raza superior en el centro, divida en potencias imperialistas, y una periferia poblada por infra-razas a las que, en el mejor de los casos, había que tratar “humanamente”, pero siempre en la línea de la perpetuación de la desigualdad, la cual, como ya se apuntó, venía a ser explicada por la biología, ciencia que ahora explicaba la Historia toda).
De ahí hasta la II Guerra Mundial, pasando por Nietzsche, se suceden pensadores y movimientos políticos que, bien por explícitos, bien por que encajaban bien con su sustrato ideológico, amplían, matizan, expanden, este ‘socialdarwinismo’. El fascismo es su expresión más sangrante, pero también la más burda, la más trágicamente burda.
Tras la experiencia de dos guerras mundiales y de la consolidación del estado soviético, derrotado militarmente el fascismo, el mundo se enfrentó a la realidad de la existencia de dos bloques más o menos homogéneos. En el capitalista, conservadores y liberales –algunos algo tocados del ala por sus más que coqueteos con los derrotados- junto con socialcristianos y socialdemócratas, se sentaron en torno a una mesa para definir el futuro en el nuevo contexto. Conservadores, democratacristianos, laboristas, liberales, socialdemócratas y comunistas, patronales y sindicatos, elites intelectuales, adoptaron el modelo de estado social –Estado de Bienestar—.Todos entendieron que ganaban algo y, en líneas generales, gozó con el tiempo de un notable apoyo popular. Creo que la existencia de un bloque que podía actuar -sin duda lo había hecho- como referente y catalizador de las aspiraciones de los trabajadores jugó un papel importante en la voluntad de los que en torno a la mesa se sentaron: el bloque soviético, además de la promesa de unas mejores condiciones de vida, había demostrado su capacidad militar para enfrentarse, y derrotar, a la poderosa maquinaria bélica de la Alemania nazi.
El tiempo fue transcurriendo. Todo parecía ir bien. El fascismo andaba “cabalgando el tigre” y la Unión Soviética invadiendo Hungría y Checoslovaquia… Europa Occidental vivía en el mejor de los mundos posibles. Apenas nadie lo dudaba. ¿Quién podía cuestionarlo? La Unión Soviética había dejado de ejercer influencia relevante sobre los trabajadores occidentales, efecto tanto de la propaganda de sus detractores como de sus propios méritos. No había razones para levantarse de la mesa, ni para poner encima de ella la discusión de temas relegados anteriormente en aras del consenso.
A finales de la década de los setenta y principios de los ochenta se puso en evidencia que algunos de los que habían primado el consenso sobre particularismos ideológicos lo habían hecho bajo la fórmula de “hasta mejor proveer”. Tatcher representa esta evidencia y su consecuencia: el liberalismo más conservador arremetía con fuerza nuevamente.
Probablemente a socialdemócratas y sindicatos, a la izquierda en general, les cogió este desplante con el paso cambiado. La experiencia soviética y los éxitos económicos de los años cincuenta y sesenta lastraban cualquier intento de crítica al capitalismo. Tal vez por eso mismo y siempre con el argumento de la crisis económica, para otros de los componentes de la mesa el pacto dejó de ser un instrumento necesario. Ya no hacía falta seguir haciendo concesiones a los adversarios que defienden, por ejemplo, la intervención del estado en asuntos de regulación de los mercados.
Y se levantaron de la mesa. Así, de crisis económica en crisis económica, la mesa fue quedándose vacía. Quedáronse solos socialdemócratas y sindicatos. Demasiado esclerotizados para llevar a cabo cualquier esfuerzo. Algunos excesivamente integrados en el sistema como para cuestionarlo con un discurso de izquierdas. Otros implorando, o casi, a los del desplante que consideraran el sentarse de nuevo. Así, asumieron algunas de sus tesis, diseñaron algunas “vías” –entre ellas, la llamada tercera de Blair-. Algunos de los que se habían levantado dudaron. Pero la ola neoconservadora alcanzaba ya niveles de mar arbolada.
La actual crisis se inicia oficialmente en 2008. Ya ni siquiera hay mesa. Sólo algunas voces, cosas de la vida, de la parte de los que se levantaron –al menos alineados ideológicamente con ellos— se alzan para reclamar algo de cordura a la cada vez más arrolladora andadura ultra, liberal y conservadora. Algunos ricos franceses piden mesura en el discurso y algo de equidad en las políticas fiscales. Algún multimillonario estadounidense reclama pagar más impuestos que su secretaria o hace famosa la frase “la lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando“(Warren Buffet lo escribió así en un artículo en The New York Times).
Si aquella mesa de la posguerra europea arrinconó las ideas de Spencer y de otros muchos ideólogos del liberalismo decimonónico, desde, como dijimos, los años setenta del siglo veinte, alguien se encarga de ponerlos de actualidad. Así, el liberalismo, con sus distintos trajes, algunos más apolillados que otros, se rearma ideológicamente y tira de sus próceres y padres fundadores. Los que ‘cabalgaban el tigre’, por su parte y tal y como les había animado a hacer su ideólogo Julius Evola, habían logrado sobrevivir durante el “interregno”.
Hoy, al igual que ayer, el liberalismo retoma su discurso del estado mínimo, de la mínima regulación. Inician su recorrido recuperador poniendo en primer plano las ideas que sobre el egoísmo humano hicieron famoso a Mandeville cuando sostuvo, en “La fábula de las abejas o los vicios privados hacen la prosperidad pública” (1714), que la generalización de la virtud lleva a la destrucción de la sociedad, mientras que los vicios privados, el egoísmo y la avaricia, generan el progreso y el beneficio público. Prosiguen con la mano invisible autorreguladora del libre mercado de Adam Smith definida y defendida en su obra “Teoría de los sentimientos morales” (1759). Y así, de este recorrido argumental, surgen manifestaciones como las recientes de Arthur Laffer, que fuera asesor de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher: preguntado, con ocasión de una visita a España invitado por FAES sobre el por qué de la mala fama de la austeridad, responde: “¿Austeridad? No es austeridad, por Dios. Es dar libertad. Cuando dejas de pagar el paro a un desempleado es porque estás dejando de quitarle lo suyo al que trabaja. ¿Es austeridad dejar que el que trabaja conserve su renta? ¿En serio? Cuando das, quitas. Y si lo haces por criterios que no sean el esfuerzo y el trabajo, está mal. Para mí no hablamos de austeridad, sino de aumentar la libertad.” (Extraído de la web “Burbuja. Foro de economía”).
Hoy, como sabemos, domina el precepto de lo políticamente correcto. Así, decir hoy, como ayer Spencer, que ni el hombre ni la ideología han de oponerse al principio biológico y social de supervivencia del más apto, resultaría políticamente incorrecto. No obstante, algunos, borrachos por la apabullante victoria a la que hacía alusión Warren Buffet en ‘The New York Times’, se salen del tiesto: la diputada Fabra remachaba el anuncio que hacía su líder de recortar las prestaciones por desempleo con su memorable ¡que se jodan!; más recientemente, Taro Aso, ministro de finanzas y vicepresidente del gobierno de Japón, le pide a los viejos nipones que se mueran pronto para que no gasten tanto en sanidad. De momento no ha dicho nada sobre cómo mandar a todos esos viejos ‘gastones’ al más allá japonés. Tal vez sólo sea una cuestión de tiempo. Al oírlo se me vino a la mente un recuerdo difuso sobre una película que vi hace muchos años en la que viejos del país del Sol naciente se autoexcluían de la vida social recluyéndose en un paraje hostil, lleno de cuevas, para allí buscar la muerte sin estorbar al resto de la comunidad. Terrible.
Pero se trate de salidas del tiesto o haya en esas manifestaciones un sustrato ideológico bien claro, lo cierto es que los efectos de esa “selección natural” la estamos viendo hoy, de manera cruda, en nuestra propia “sociedad occidental” –siempre la vimos en otras latitudes pero nos quedaba un poco lejos todo–. A los viejos se les baja directamente sus ingresos (bajadas de pensiones, copago sanitario, inflación, etc.). Además, por solidaridad familiar, comparten sus escasos recursos –vivienda incluida– con hijos y nietos sin ingresos, pobres. La calidad y cantidad de sus alimentos habrá de resentirse necesariamente. Y eso, claro, ayuda a anticipar la muerte. Como también ayuda la angustia de tener que elegir entre usar el dinero para adquirir medicamentos para sí o alimentos para la familia empobrecida; o la no menos angustiosa conciencia de que su muerte, lejos de significar un alivio ante tanta penuria, no hará sino incrementar la de los suyos al perder el único ingreso que les quedaba. Algo similar cabe decir de los parados: empobrecidos, angustiados, alimentándose poco y mal… Y, todo eso, claro, es bueno para anticipar la muerte.
No hace falta irse muy lejos para darse de cara con fenómenos históricos como el infanticidio o el geronticidio. Raro es el pueblo que a lo largo de su devenir histórico no lo practicara, tal y como parece evidenciar la antropología y la arqueología. Las culturas que han practicado el geronticidio lo hacían, al igual que en el caso del infanticidio, cuando eran sobrepasados por el hambre o por la necesidad de trasladarse de lugar. Terrible. La supervivencia del grupo imponía estas dramáticas decisiones. Lo malo no es que esto ocurriera. Ocurría en un contexto histórico concreto y es probable que en la decisión participara el grupo en su conjunto. Lo terrible es que hoy, en un mundo en el que no hay razón “natural” que explique que el hambre pueda sobrepasar a nadie, haya quien sostenga, de palabra, obra u omisión, la necesidad del geronticidio. Aunque sea de forma más o menos solapada.
No todo en el liberalismo, ni en todos los liberales, es Spencer, Fabra o Taro Aso. Entre el discurso más progresista –o, simplemente, realista– que propugna, aún tímidamente, el volver a la mesa y el más ultra conservador y ultramontano de los ‘neocon’ hay más que matices. Y entre esos discursos, entre las rendijas que dejan, se asoman personajes e ideas terriblemente sinistras que se sientan en Parlamentos y gobiernos.