El mundo está constituido por 193 Estados miembros de Naciones Unidas (ONU), aunque adicionalmente cabe señalar 49 estados o entidades de distinto tipo sin pleno reconocimiento internacional, o con situaciones particulares (como el Estado del Vaticano, el de Palestina, Estados libres asociados, territorios dependientes, o regiones administrativas especiales, entre otros) donde destacan, por sus peculiaridades, los convertidos en paraísos fiscales (Jersey, Isla de Man, Bermudas, etc.). Otro aspecto importante es la variación que ha registrado el número de Estados incorporados a Naciones Unidas, desde los 51 que se integraron en 1945, entre los que no estaba España, a la que no se le permite incorporarse hasta diez años después (1955), hasta la actualidad. En 1955 son ya 76 los Estados que integraban la ONU. En 1965 habían crecido hasta 117. El fuerte proceso de descolonización que se produce en la década de los sesenta hace que, para 1975, ya se hubiera pasado a 144 miembros integrados en la ONU, incluida la peculiaridad de la aceptación simultánea de la incorporación de las Repúblicas Federal y Democrática de Alemania, en 1973. En 1985 prácticamente había terminado el goteo de la incorporación de países procedentes de la descolonización, y se había llegado a 159 Estados integrantes de la ONU, no siendo hasta el inicio de la década de los noventa, que se produce un nuevo salto importante en esta cifra, ahora como consecuencia, fundamentalmente, del desmembramiento de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y del de la RFS de Yugoslavia, uno de los Estados fundadores de la ONU, que va a verse desmembrado en cinco Estados y en la peculiar situación de la República de Kósovo, no reconocida como miembro de la ONU por el veto de Rusia y China. En 1993 otro miembro fundador de la ONU –Checoslovaquia- se divide de común acuerdo en dos nuevos Estados miembros (República Checa y Eslovaquia), llegándose a 1995 con 185 los miembros integrantes de la ONU, y un incremento de 26 Estados en los últimos diez años. En 2005 esta cifra pasaba a ser de 191 Estados (con la curiosidad de la incorporación de Suiza en 2002), y en 2015 la cifra final pasa a ser la de los 193 Estados comentados al principio del artículo. La última incorporación que recoge la ONU corresponde a la República del Sudán del Sur (2011) que se separó formalmente de Sudán mediante un referendo celebrado bajo supervisión internacional.
En paralelo a este proceso, el mundo se encuentra inmerso en una dinámica de Globalización que en muchos aspectos se asocia a un estado de Cambio Global como consecuencia de tres aspectos fundamentales: 1º- La capacidad de transformación del Planeta por un desarrollo técnico, demográfico y socioeconómico centrado en la expansión de la sociedad de consumo capitalista, donde la principal preocupación de los Gobiernos se centra en el crecimiento del PIB (que se asocia incorrectamente con la mejora del bienestar de la población, el empleo, etc.); 2º- Las crecientes contradicciones entre las disponibilidades de recursos y las crecientes demandas derivadas del anterior modelo de crecimiento, incorrectamente reflejadas por unos precios que no incorporan externalidades ni el largo plazo, y que están llevando a situaciones tan graves como los procesos de calentamiento ´global y cambio climático asociado, y generando lo que ya se conoce como la sexta gran extinción de especies, cuyas consecuencias sobre la biodiversidad y los servicios de los ecosistemas, y consecuentemente sobre la salud de la población a largo plazo, son tremendamente negativas; y 3º- La creciente mundialización y dominio financiero-especulativo de la economía del planeta, con una creciente subordinación de una economía productiva, también globalizada, a los intereses del dinero y sus poseedores, en un mundo convertido en un mercado global, libre y carente de controles. Globalización que, cualquiera que sea el tipo de indicador que se utilice, registra niveles tremendamente elevados en los países de la OCDE. Por ejemplo, el Índice de Globalización KOF-2015 (http://globalization.kof.ethz.ch/) referido a datos de 2012, muestra que sobre una base de 100, Ireland llega a una globalización relativa de 91 para dicho año 2012; o España, en la posición 14 en el nivel del Índice de globalización, llega a un valor de 84. Y más importancia tiene el fuerte crecimiento de este Índice de globalización, desde 1970 al año 2012, tanto en los términos económicos como sociales o políticos, en que se desglosa el citado Índice KOF. Como muestra puede servir la evolución del caso español que, con valores de 46 en 1970, pasa a 50 en 1980, 69 en 1990, 84 en el año 2000, 85 en el 2007, y 84 en el 2012.
Esta Globalización, como quiera que se mida, nos muestra un Planeta convertido en un campo de juego donde las fronteras de los Estados cubren un papel crecientemente marginal, aunque estos mantengan un nivel distinto en su capacidad de control en aspectos económicos, territoriales, culturales o políticos, con consecuencias también considerablemente distintas en cada uno de ellos. Así, en el campo económico, las consecuencias han sido el incremento muy sustancial de las desigualdades socioeconómicas, tanto internacionales como internas a los distintos estados, que se produce en paralelo a la consecución de la disminución de la pobreza extrema (uno de los Objetivos del Milenio) fundamentalmente en los países BRICS. Desigualdades que tienden a acrecentarse y a convertirse en fuentes potenciales de conflictos sociales, ante una liberalización económica y comercial que incide de manera particular en los países desarrollados, presionando a la baja a unos salarios que tienen que competir con sistemas productivos que ejercen claro dumping ambiental y social; mientras que el capital –a través de la denominada “ingeniería financiera”- dispone de libertad de movimientos hacia inversiones más rentables, o hacia paraísos fiscales que le mantengan al margen, o haciendo irrelevante, su tributación a los correspondientes estados. Hecho que, adicionalmente está socavando, de manera creciente, la viabilidad del “estado del bienestar” característico de algunos países desarrollados, colaborando a un creciente malestar e inestabilidad político-social en los mismos. Inestabilidad a la que coadyuva de forma creciente las tensiones inmigratorias derivadas de los refugiados por conflictos militares, y de los inmigrantes socioeconómicos que aspiran a mejores condiciones de vida en los países desarrollados.
Dinámica en la que, no obstante, el porcentaje de población mundial que vive en países distintos al que les vio nacer se sitúa entre el 3 o el 4%; lo que no obsta para que las crisis económicas, el desempleo y motivos culturales y racistas hagan crecer, de forma exponencial, la xenofobia y el ascenso de partidos nacionalistas y fascistas que utilizan estos hechos como caldo de cultivo para su expansión. En todo caso, conviene señalar que en 2014, la UE-28 no llegaba a tener el 4% de ciudadanos extracomunitarios residiendo en alguno de sus países (aunque el porcentaje variaba mucho de país a país: máximo del 15% en Latvia; del 6% en España; 9% en Cataluña; y mínimo del 0,2% en Slovakia). Y, para ese año, la UE-28, con unos 508 millones de habitantes al final del año, había registrado un saldo neto migratorio de, aproximadamente un millón de habitantes extracomunitarios. Pero la magnitud e importancia política del tema queda claramente reflejado en la disputa actual entre los estados miembros para acoger a los flujos de inmigrantes refugiados que presionan sobre la UE-28, muchos de los cuales encuentran su tumba en el Mediterráneo o en las fronteras interestatales.
En este marco, el planteamiento de este artículo-globalización e independencia- ha de situarse necesariamente ante el hecho de que la globalización ha respondido, fundamentalmente, a intereses económicos, aunque también ha venido acompañada de la progresiva mundialización científica, tecnológica y cultural, con fuerte presencia de los media anglosajones y de EEUU, tanto en formas culturales –cine, televisión, información- como incluso lingüísticas (dominio del inglés como forma universal de comunicación). Pero no se ha visto acompañada de una autoridad, normas y controles globales (la escasa incidencia de Naciones Unidas al respecto es evidente; y ni el G-7, G-8, G-10 o G-20, se han mostrado interesados en ejercer ese control y autoridad, salvo en casos excepcionales o marginales) lo que permite que política y militarmente sean los distintos Estados los que –con un obvio muy distinto nivel de relevancia e intervención “imperial”- mantengan la capacidad y autoridad territorial de intervención. Ello hace que los nacionalismos y los deseos de independencia separatista sigan teniendo importancia en un marco en el que la reducción de territorio, actividad y relevancia económica, necesariamente actúa en contra de los ciudadanos de los estados afectados, aunque pueda beneficiar a los políticos o detentadores de capital, cuya movilidad global ningún estado distinto de los más poderosos (y estos con fuertes limitaciones) puede poner en cuestión en la actualidad, sin pagar un peaje inasumible, tal y como desgraciadamente hemos podido contrastar con la crisis padecida desde 2008 y, en los últimos días, con el caso de Grecia).
¿Pueden los Estados en los que existan estos deseos independentistas, como es el caso de Gran Bretaña, España, Italia, Bélgica o Francia, por referirnos sólo a los más cercanos a nuestro país, afrontar de manera inteligente esta problemática, evitando los negativos efectos que necesariamente van a registrarse sobre el conjunto de la población afectada de producirse dicha independencia? Gran Bretaña lo ha resuelto de forma inteligente, aprovechando que sus normas posibilitaban la consulta directa a la población escocesa que, adecuadamente informada sobre los pro y contras de su independencia, ha optado por una solución inteligente para sus intereses a medio plazo (aunque quizás estos no coincidan con los intereses a largo plazo si no somos capaces de cambiar los efectos cada vez más negativos del modelo de desarrollo vigente). Porque estos efectos incrementan sensiblemente la inestabilidad de la situación actual, generando nuevos problemas para que los estados mantengan la sociedad del bienestar, o para que puedan afrontar las consecuencias que las crisis ecológicas esperables (con el cambio climático en primer lugar) van a propiciar, tanto en la necesidad de la intervención pública para adaptarse y combatir los principales efectos locales (y a menor tamaño de los Estados, menor capacidad de intervenir sobre los efectos correspondientes -el ejemplo del Delta del Ebro, en Cataluña- y su condicionamiento por lo que suceda aguas arriba, puede ser una muestra de este proceso) como para afrontar las tensiones externas por presión inmigratoria, degradación de mares y océanos, presión de los capitales globales, etc., que inevitablemente habrán de soportarse a medio plazo.
¿Qué puede suceder en España? Incomprensiblemente el Gobierno del Partido Popular no parece ser consciente de las consecuencias de sus actuaciones, como tampoco lo fue cuando por motivos electoralistas y de beneficio propio llevó al Tribunal Constitucional el Estatuto Catalán, cuando había aceptado regulaciones similares para otras Comunidades Autónomas, por no hablar de las campañas de boicoteo a los productos catalanes que se expandieron entre sus seguidores. Se supone que la historia sirve para aprender, pero parece que este partido es incapaz de leer otra historia que la que se inventa, y que tampoco se caracteriza por aprender de cualquier cosa que no beneficie a sus intereses a corto plazo. Olvida, como citaba Hobsbawm en su interesantísimo artículo “Guerra y Paz en el siglo XXI”, recogido en el libro del mismo título editado por Diario Público, en 2009, que “… durante los últimos treinta años el estado territorial ha perdido, por diferentes motivos, el monopolio tradicional del ejército, buena parte de la fuerza y la estabilidad que lo caracterizaron y, con una frecuencia cada vez mayor, el sentido fundamental de la legitimidad o cuando menos de aceptación que les permitía obligar a ciudadanos obedientes a pagar impuestos o a someterse al servicio militar”.
Que el Gobierno actual del Partido Popular carece de legitimidad en la opinión de muchos ciudadanos catalanes, queda fuera de toda duda, y no es independiente del número de votantes del PP en Cataluña. Como también queda fuera de toda duda que no es la mejor vía para resolver el problema del potencial secesionismo la que el Gobierno está adoptando, de aplicación estricta de la ley y abandono de cualquier forma de negociación con otras fuerzas políticas estatales. No debería ni siquiera plantearse el tratar de combatir un proceso, que ha dejado pudrir, por una vía que puede llegar a una situación insostenible a partir de los resultados electorales del 27-S;y sobre la que es absolutamente necesario aportar alternativas viables para la mayoría de los ciudadanos catalanes, que les asegure un marco de respeto a su capacidad de decisión, el derecho a disponer de una información objetiva sobre los efectos diferenciales de permanecer en España o de independizarse, previamente a esa toma de decisión, y darse cuenta que es inevitable, de producirse la secesión, el establecer un esquema de compensaciones sobre el resto de ciudadanos españoles, que también les compense de los efectos a soportar por ellos de dicha secesión.
Es evidente que esta alternativa pasa inevitablemente por la modificación Constitucional, aspecto en el que coincide en la actualidad una mayoría de los ciudadanos representados por los resultados de las elecciones locales y autonómicas. Por responsabilidad y como defensa del interés general es imprescindible hacer comprender al partido popular que esta es la única vía para evitar un conflicto que nos puede salir muy caro a todos. Que confiar en que la Constitución –artículo 155- permite limitar las competencias de la Generalitat si prosigue el proceso, no es una solución aceptable, como menos lo sería todavía en sus consecuencias la posibilidad de que el nuevo Gobierno Catalán surgido de las elecciones del 27-S llegara a una ruptura unilateral con el actual marco Constitucional español.