La socialdemocracia es incapaz de parar esta marea regresiva y los sindicatos se debaten entre el diálogo y la concertación social y la denuncia y la movilización social, con escasos resultados por el momento, a pesar de sus más que razonables planteamientos. Ante esta debilidad sindical aparente, la derecha neoliberal de nuestro país no se ha hecho esperar y ha pasado a la ofensiva orquestando una campaña mediática contraria a los sindicatos que tiene como diana a los “liberados sindicales”. No podía faltar, en el actual contexto internacional, un serio ataque a los sindicatos.

A comienzos de 1992, el The Times, de Ruper Murdoch, ya se manifestaba contra las grandes coaliciones de trabajadores y proclamó la definición conservadora de las “exitosas organizaciones sindicales del mañana: serán esencialmente asociaciones de personal, con base en el lugar de trabajo en particular. No serán ideológicas, excepto en lo que se refiere a entender que la prosperidad de sus miembros está ligada a la de sus empleadores. Sostendrán y defenderán contratos individuales y los derechos legales de los trabajadores y jugarán un papel en la modernización de la gestión”.

Como se comprueba, la nueva derecha neoliberal viene apostando por “asociaciones de personal” de base empresarial, divididas, impotentes y autorizadas solamente a manejar quejas particulares y a promover la propiedad del empleador.

Sin duda, la expresión “más mercado, menos estado; más empresa, menos sindicato” resume de forma lapidaria la orientación de la política económica liberal y el fundamentalismo del mercado, que está resultando nefasto para los más débiles.

Por lo tanto, no nos debe extrañar que se ponga en marcha esta política antisindical- anunciada hace casi 20 años-, porque los sindicatos en la actualidad representan el último baluarte de la izquierda en un contexto globalizado y, en la práctica, se oponen al derrumbe del estado de bienestar social en defensa de los más necesitados: desempleados (jóvenes sobre todo), precarios, sin prestación por desempleo, pensionistas, dependientes del SMI… en coherencia con la historia del movimiento obrero.

Una larga historia que nos remite a la revolución industrial y al nacimiento de dos figuras claramente diferenciadas, cuando no antagónicas: el capital y el trabajo. La acumulación del capital necesario para financiar el maquinismo, como consecuencia de la revolución industrial, conduce a una feroz explotación de los trabajadores, sobre todo en el siglo XIX y primer tercio del siglo XX. En este contexto y al grito desesperado de “Organización o Muerte” es cuando surgen las sociedades de socorros mutuos y más tarde la Asociación Internacional de Trabajadores (1864) y posteriormente la II Internacional (1889), embrión del movimiento sindical en España.

Posteriormente, la historia del movimiento obrero en nuestro país se confunde con la historia de los sindicatos; tanto en sus reivindicaciones como en sus movilizaciones en defensa de los trabajadores. Posteriormente, en la transición, los sindicatos defendieron arduamente la centralidad del trabajo en un sistema democrático (de acuerdo con los sindicatos europeos), las ideas socialdemócratas (redistribución e igualdad de oportunidades), y los intereses de los más débiles (justicia social y solidaridad), además de participar muy activamente en la recuperación de las libertades.

A pesar de ejercer su misión con responsabilidad, en la década de los ochenta del pasado siglo, los sindicatos se sintieron incomprendidos al no ser correspondido por el gobierno el esfuerzo y el sacrificio de los trabajadores, en un contexto económico particularmente difícil. Debemos recordar que el movimiento sindical aceptó, en los primeros años de ese periodo, un duro ajuste industrial (reconversión) y de salarios (lucha contra la inflación) justificado por la situación crítica de la economía española, esperando recuperar más tarde una parte de los beneficios que se generarían por un mayor crecimiento de la economía.

Sin embargo, eso no ocurrió; por el contrario, se comprobó que en el gobierno predominaba un enfoque sociolaboral que mantenía una permanente demanda de contención salarial y planteaba duras propuestas que chocaban con las demandas sindicales: la reforma de la seguridad social (1985) y el referéndum de la OTAN (1986) fueron dos hechos que significaron una grave confrontación.

Además de las medidas impopulares, lo que preocupaba a los responsables sindicales era el tono con el que eran considerados los sindicatos en las altas esferas del gobierno: la visión creciente de los sindicatos como organizaciones opuestas al progreso social; como grupos de presión a los que había que limitar su capacidad de acción. Todo ello unido a un discurso sobre el fin de la clase trabajadora, en un mundo post industrial, defendiendo que las clases medias profesionales abandonaran la alianza con la clase obrera. Ésta pasó de ser vanguardia de la transformación social a un grupo social en declive, conservador. Respondiendo a todo ello, los sindicatos encabezaron la contestación obrera cuyo máximo exponente fue la huelga general del 14-D, donde se reivindicó el reparto de una parte de los beneficios que se estaban generando por un mayor crecimiento de la economía, como compensación de la deuda social contraída con los trabajadores desde años atrás. El enfrentamiento tuvo su continuidad en las huelgas generales del 92 y 94.

Las consecuencias más negativas de todo ello fue el enfrentamiento del movimiento sindical con el gobierno socialista y, en concreto, con su política económica, en coherencia con la defensa de los trabajadores. La parte positiva del enfrentamiento fue que los sindicatos se hicieron mayores de edad; rearmaron a sus cuadros sindicales en los centros de trabajo; se consolidó la autonomía sindical como un hecho irreversible; así como el carácter constitucional de los sindicatos en la defensa de los trabajadores en una sociedad democrática. Los sindicatos hicieron músculo y ello les hizo más fuertes y seguros de si mismos a todos los niveles.

Posteriormente, y en base a esta fuerte y esclarecedora experiencia, la convivencia del movimiento sindical con los diversos gobiernos terminó- con naturalidad- por normalizarse con bajas cotas de conflictividad (con excepciones, como las huelgas del 2002 y 2010 con gobiernos de distinto signo), a partir del respeto a las tareas asignadas a los interlocutores sociales y a los gobiernos en un sistema democrático.

Sin embargo, en la actualidad, sorprendentemente, se olvida esa experiencia y el necesario reconocimiento y apoyo a la labor sindical con el argumento de que hay que reducir gastos (esta medida, si los reduce, lo hará de forma pírrica). Como consecuencia, diversos gobiernos autonómicos del PP- encabezados por la Comunidad de Madrid- están golpeando deliberadamente a los sindicatos a través de la eliminación de los “liberados sindicales”.

No cabe duda que la motivación es claramente ideológica y por eso los efectos negativos de esta medida no se retrasarán. No debemos olvidar que los “liberados sindicales” soportan la estructura organizativa del sindicato y son sus terminales en los centros de trabajo. También lo sufrirán los trabajadores al no poder contar con sus representantes sindicales que tienen la misión de defender sus propios intereses.

Se trata en su gran mayoría de liberados pactados con gobiernos e instituciones de Comunidades Autónomas, que responden a compromisos más amplios al margen de las garantías sindicales contempladas en el Estatuto de los Trabajadores; por eso, la medida resulta más grave al incumplirse compromisos pactados con anterioridad. El resultado no será bueno para nadie y alentará el debate asambleario y las movilizaciones y significará un retroceso para todos y para la mejora de las administraciones públicas. No resulta ocioso afirmar que los países más avanzados son los que tienen sindicatos fuertes, capaces de asumir su función y de ayudar a la modernización de las estructuras económicas y sociales y al funcionamiento de las empresas y administraciones públicas.

Forzados por estos hechos, los sindicatos deben también hacer una seria autocrítica de su funcionamiento y de la relación que mantienen con sus liberados sindicales que, en alguna ocasión, no han cumplido satisfactoriamente con su cometido. La fijación de objetivos, el seguimiento y la relación estrecha con los liberados debe ser revisada; también debe ser exigible a todos los niveles la elección democrática de los liberados más representativos y capaces.

Ello requiere, a su vez, potenciar un sindicalismo de base, pegado a la realidad de las empresas y al sentir mayoritario de los trabajadores. Un sindicato representativo, con amplia afiliación y con una fuerte capacidad de movilización y huelga por si resultara necesaria. A eso se llama mejorar la correlación de fuerzas que resulta imprescindible para responder a los atropellos que se están produciendo en nombre del empleo y del estado de bienestar social.

En todo caso, se debe responder con firmeza a una política neoliberal que tiene la pretensión de debilitar las estructuras sindicales, reduciendo a la mínima expresión a los sindicatos; eliminar la negociación colectiva de sector a nivel estatal (individualizando las relaciones laborales); y reducir el protagonismo de la concertación y del diálogo social situando a los sindicatos ante hechos consumados: al incumplir el Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva (AENC, 2010-2012), por el bloqueo de cientos de convenios y las reiteradas llamadas a la congelación salarial.

En esta política está plenamente comprometida la CEOE- aprovechándose con impunidad de la crisis y a la espera de los resultados de las elecciones del 20-N- y el PP, con el propósito de tener las manos libres y llevar a cabo futuros recortes, lo que será más fácil si consigue además la mayoría absoluta, como apuntan algunas encuestas.

Se trata, en todo caso, de una buena ocasión para que los sindicatos hagan de la necesidad virtud y adapten su acción sindical a los nuevos y duros tiempos que nos esperan. La buena voluntad y la responsabilidad no correspondida ya no son suficientes como respuesta; como consecuencia, la concertación social y la moderación salarial no son banderas que asuman con ilusión y con entusiasmo los trabajadores; más bien ocurre todo lo contrario. Por eso, la respuesta sindical no debe esperar.