De esas noticias destaca la recuperación del diálogo social con los sindicatos- después de siete meses de alejamiento y de la huelga general del 29-S-, en la que están participando los responsables al más alto nivel del ejecutivo. El gobierno se ha dado cuenta que no puede mantener el pulso sindical y llevar a cabo reformas con escaso apoyo parlamentario sin grave riesgo para las opciones electorales del PSOE y para la eficacia de las propias reformas.

Tres son los asuntos de calado que discuten los sindicatos y el gobierno: la reforma laboral (falta desarrollar el reglamento), la reforma de la negociación colectiva (prevista en principio para ser discutida entre los interlocutores sociales), y la reforma de las pensiones, una vez culminado el dictamen del Pacto de Toledo.

A estos puntos los sindicatos han añadido en los últimos días un plan por el empleo juvenil y fórmulas para buscar soluciones a los parados de larga duración; además de impulsar las políticas activas de empleo, sin abandonar la recuperación del poder adquisitivo de los pensionistas y funcionarios. Además, han puesto encima de la mesa la necesidad de debatir la política industrial y abordar en profundidad la reforma del sector energético (sobre todo después del abusivo aumento de la tarifa eléctrica), así como cuestiones relacionadas con el área de ciencia e innovación. Todo ello con la pretensión de configurar un acuerdo más global donde puedan ser minimizados los sacrificios al poder presentar “las partes” contrapartidas en otras materias dentro del propio acuerdo. La apertura de las conversaciones- en buena medida reservadas- ha sido suficiente para desactivar una nueva huelga general, a lo que ha contribuido la actitud de los sindicatos ante la escasa demanda de movilización de los trabajadores (muy condicionados por la crisis y por el alto desempleo y la alta temporalidad de nuestro mercado de trabajo) y la escasa confianza de que se produzca una respuesta contundente ante la convocatoria de una nueva huelga general. A las conversaciones se ha incorporado la CEOE después de la elección de su nuevo y flamante presidente, Rosell, y se pretende que los partidos políticos avalen (incluso el PP) un posible –y deseado por muchos- acuerdo entre las partes y el gobierno.

No será fácil conseguir un acuerdo global. No podemos olvidar que el gobierno viene reiterando que no va a dar marcha atrás en su política de reformas (laboral y pensiones) y que nos encontramos en plena precampaña electoral. A pesar de ello, el gobierno parece dispuesto- con buen criterio- a eliminar algunos de los aspectos más controvertidos de dichas reformas con el propósito de neutralizar la presión de los sindicatos y así ganar tiempo- cuando menos hasta mayo- apoyado en su capacidad de influencia mediática.

La dificultad que tienen los sindicatos para firmar este tipo de acuerdos (los últimos acuerdos de NISAN y de la FIAT, en Italia, son ejemplos significativos), es que no dejan de ser defensivos y por lo tanto resultan contrarios a la práctica sindical que se viene llevando a cabo desde la transición democrática y por lo tanto resultan poco comprensibles para los trabajadores al resultar hasta ahora excepcionales. Efectivamente, los acuerdos no pretenden mejorar los logros conseguidos anteriormente, sino reducir los aspectos más regresivos de las medidas anunciadas, cuando no aprobadas incluso en el parlamento. Según el gobierno, los recortes resultan imprescindibles para responder a la crisis y a los mercados y, los recortes futuros, si se producen, asegura que serán mínimos. Por su parte, los sindicatos justifican el acuerdo con el propósito de frenar una política agresiva que tiene como base una correlación de fuerzas que les resulta desfavorable por la desmovilización de los trabajadores, incluso de los más jóvenes, que se viene produciendo desde hace años y que se ve agravada por la crisis.

El ejemplo más claro de lo que estamos diciendo se refiere a lo ocurrido con la reforma laboral (despido más fácil y más barato) y a lo anunciado con las pensiones. Todas las medidas relativas a las pensiones (¿porqué se hablará de reforma y no de recorte del gasto de las futuras pensiones?) representan en general recortes: alargar la edad de jubilación a los 67 años, aumentar el periodo de cómputo para el cálculo de las pensiones a los 25 años (según UGT, en este caso la pérdida media de las pensiones no sería inferior al 17%), elevar hasta 37 años la cotización necesaria para tener derecho a la pensión máxima, situar en 41 años el periodo necesario de cotización para poder jubilarse a los 65 años…

Resulta evidente que la mayoría de los trabajadores están en contra de estas medidas y también es previsible que los acreedores financieros reaccionen en contra de posibles concesiones a los sindicatos, sobre todo en un asunto como el de las pensiones. Por eso se busca un acuerdo equidistante en pensiones, que representa el principal obstáculo para el acuerdo: el gobierno vendería el acuerdo con el alargamiento de la edad de jubilación obligatoria a los 67 años (“alargar la jubilación de manera flexible”) y los sindicatos deberían mantener de manera suficiente la edad de jubilación a los 65 años (introduciendo varias excepciones en la norma que alargue la edad de jubilación); ya veremos si lo consiguen, cómo lo consiguen, y cómo lo explican.

A pesar de lo ambicioso que pretende ser el posible acuerdo, quedan al margen dos asuntos de capital importancia: La reforma fiscal que debería estar encaminada a garantizar un reparto más equitativo de la crisis y a reducir el déficit fiscal y la deuda pública; y la reforma del sistema financiero con la misión de sanear y capitalizar las entidades financieras (sobre todo cajas de ahorro) muy afectadas por la crisis del ladrillo, con el propósito de garantizar así la canalización de crédito a familias y empresas.

El diálogo social tampoco aborda cómo reactivar el crecimiento económico y por lo tanto cómo estimular la creación de empleo en términos globales, que sigue representando nuestro principal problema. No debemos olvidar que la verdadera salida a la crisis no se producirá ni se hará visible sin la creación de puestos de trabajo y ello requiere que la economía crezca más y lo haga de manera sostenida. Por eso no es fácil comprender que el acuerdo conviva con una política de ajuste como la que se está defendiendo en la UE (propuesta por Alemania) que, como ya se sabe, tiene la mitad del porcentaje de desempleados (en torno al 10%) del que tiene nuestro país (20%), necesitado, por lo tanto, de estímulos públicos a la inversión, en base a los postulados socialdemócratas.

Una política de estas características resulta particularmente negativa para nuestro país porque nos aleja de la recuperación económica y penaliza el empleo, perjudicando además a la inmensa mayoría de la sociedad. Los sindicatos vienen defendiendo una política para controlar el déficit en un periodo más dilatado de tiempo lo que sería más tolerable para nuestra economía y para el empleo, además de actuar sobre los ingresos fiscales y no sólo a través de un recorte puro y duro de la inversión.

Mientras se celebran las conversaciones se ha conocido el incremento de los precios (3% en el año 2010) que se ha producido y que está empobreciendo al conjunto de los trabajadores, sobre todo a los más débiles (la media de los convenios firmados en el año 2010 se establece en el 1,31% y la cláusula de garantía salarial sólo cubre al 45,58% del total de los trabajadores), y se traduce en la pérdida del poder de compra de los salarios que continuará en el mes de enero por el incremento del precio de la luz, el gas, y las nuevas tarifas en el transporte público. Además, debemos recordar que la inflación resulta muy negativa porque encarece nuestras exportaciones, deprime el consumo interno y, por lo tanto, debilita el crecimiento de la economía, además de dificultar la negociación colectiva, con grave riesgo de que aumente la conflictividad social. En este contexto no resulta extraño que se esté generando un creciente malestar social por el reparto desigual del costo de la crisis (la crisis la pagan los de siempre, mientras los causantes de la misma siguen recibiendo altas remuneraciones y los bancos siguen repartiendo dividendos) y, todo hay que decirlo, un aumento del desprestigio y de la desconfianza hacia la clase política que se agrava con ejemplos como los “contratos” firmados por Aznar y, lo que es más llamativo, por Felipe González, que resultan desalentadores en la actual situación para el conjunto de los ciudadanos.

Pase lo que pase, lo que resulta indudable es que el gobierno ha retomado la iniciativa política y ha dejado al PP con el paso cambiado y sin respuesta por el momento; además ha sentado a negociar a los sindicatos que, en las actuales circunstancias, hay que valorarlo en su justa medida. Porque, para los sindicatos- sin capacidad suficiente de presión en la actualidad para equilibrar la desfavorable correlación de fuerzas, aunque mantienen intacta su capacidad para deslegitimar la política económica y social del gobierno- no resulta fácil mantener el diálogo social y menos firmar un acuerdo (aún siguen pendientes las reivindicaciones del 29-S) que supondrá aceptar retrocesos de los derechos adquiridos. En cambio, los empresarios-con el apoyo en la práctica del gobierno y del Banco de España- se encuentran cómodos en las conversaciones y se afanan por recuperar el protagonismo perdido sin poner en peligro los logros conseguidos al amparo de la crisis. El resultado de este esfuerzo en la búsqueda de un acuerdo de esta naturaleza- que puede generar de entrada una mayor confianza en nuestro país en un contexto económico globalizado- dependerá en buena medida del comportamiento y de la visión de “Estado” de la recién estrenada dirección de la CEOE; también del principal partido de la oposición (PP), sin presencia y alternativas conocidas en relación con la crisis económica, como no sea exigir la pronta convocatoria de elecciones generales.

Por eso hay que esperar y ver: es el momento de la política.