La dificultad de provocar asombro ante cualquier hecho que se produce, por muy extravagante que sea, debe un ser un signo de nuestros tiempos.
Por eso ya no asombra que, en Palestina, dos fuerzas políticas que actúan en un mismo territorio dotado de un sistema con vocación democrática hayan privatizado parte de lo que podríamos llamar fuerzas de seguridad y Hamas y Al-Fatah se hayan apropiado, cada una, de una parte del Estado.
Tampoco creo que se asombren los palestinos de que aquí, en España, los partidos políticos hagan lo mismo con una parte del Estado tan sustancial como la Administración de Justicia.
Así deben estar contemplando ellos cómo las milicias conservadoras del Consejo General del Poder Judicial o las del Tribunal Constitucional se enfrentan a las milicias progresistas con la misma intensidad, aunque obviamente con los medios que les son propios, en defensa de las fuerzas políticas que les han nombrado.
Imágenes parecidas debemos estar proyectando a lugares donde tienen mafias enfrentadas, o desde donde pueden estar hablando de “señores de la justicia” o desde Ruanda, donde los odios entre hutus y tutsis les son familiares.
También se podría pensar en que, si se hubiera alterado la naturaleza de las cosas y se acudiera al diccionario de la lengua española para definir este fenómeno, alguien podría pensar que existe corrupción en esta materia. Al fin y al cabo, en otras ramas de la Administración pública no existe el menor recato en definirlo así cuando se descubren comportamientos irregulares.
Para evitar cualquier posible sospecha de desacato o cualquier otro delito similar por mi parte, me apresuraré a declarar que no es eso lo que yo pienso y a pregonar mi fe (que, como se sabe, es la creencia en lo que no se ve) en el sistema.
Lo que si lamentaría es que, en estas condiciones y sea cual sea la decisión final del Tribunal Constitucional, nos quedemos sin saber si el Estatut Catalán es o no congruente con la racionalidad estricta del texto constitucional.
Y, muchísimo más, lamentaría que, por la misma pendiente, pudiera llegar a deslizarse la credibilidad de los cientos de tribunales que, cada día, dirimen las controversias entre nosotros, la gente corriente.