Casi una década después de que su llegada al poder electrificara la política británica y la rescatara de los años del thatcherismo moribundo, Blair se acerca a su jubilación frente a un público evidentemente harto de su liderazgo. Más que nunca, el Primer Ministro aparece poco hábil en el manejo de los temas más candentes y actuales – un aumento de los crímenes por arma de fuego, el estado deplorable de la niñez británica – e incapaz de concretar un legado histórico a su gusto.

Iraq, el regalo envenenado de la política bélica de Bush, ilusionó a Blair como un reto a sus poderes de persuasión y una misión “humanitaria” nunca vista en tamaño y ambición. El resultado, sin embargo, fue el desgaste total de la autoridad moral de un Primer Ministro hiper-mediatizado, obligándole a la promesa de ceder el 10 de Downing Street a su ministro de finanzas, Gordon Brown. Y es la mano de Brown, mucho más cauto en temas diplomáticos y muy preocupado por la caída libre del Partido Laborista en los sondeos, la que se vislumbra tras la retirada de tropas británicas del sur iraquí. Además, la región del sur de Iraq alrededor de Basora -mayoritariamente chií- es estable, si se entiende como estabilidad en Iraq una ciudad gobernada por facciones islamistas, con luchas internas sangrientas entre soldados, policías y políticos.

Pero hay otro factor en juego. Si Irán se convierte en el próximo blanco del Presidente Bush, la “especial relación” angloamericana se tambaleará, sobre todo en el campo de la colaboración militar. ¿Mejor, quizás, para los británicos refugiarse de antemano en la fuerza internacional de Afganistán? ¿O llegará el momento de la ruptura del nudo anglosajón?