Nunca he sido partidario de esas teorías que interpretan la historia a partir de supuestas constantes en el carácter de los pueblos. Primero porque los pueblos son de carácter plural y mutable. Y segundo porque la simplificación de los condicionantes de cada etapa histórica no suele conducir a análisis veraces y útiles.

No obstante, hay que reconocer cierta razón argumental a quienes hablan de una pulsión autodestructiva muy recurrente en la historia reciente de los españoles. Y es que pueden reconocerse pautas repetidas en la historia de los dos últimos siglos que nos llevan unas veces a un loable afán constructivo, para caer con posterioridad en otro afán no menos intenso por destruir lo construido.

La historia de nuestro siglo XIX es en buena medida la historia de un continuo tejer y destejer el manto de Penélope. En sus comienzos, los españoles tejimos con ardor un espíritu nacional y una Constitución con derechos y libertades muy avanzados para la época. Si bien nuestro Fernando VII pasó pronto de ser “El Deseado” para consolidar el nuevo régimen, a convertirse en “El Felón” que nos retrotrajo a la peor versión del viejo régimen.

El final de siglo fue algo parecido: de la esperanza de “la gloriosa” al “desastre del 98”. El siglo XX también fue pendular. Del impulso democratizador y europeizador de la República al drama de la Guerra Civil y los cuarenta años del oprobio franquista.

Pareciera que este constante ir y venir hubiera tenido su fin con la Transición Democrática y el consenso constitucional en torno a unas reglas del juego político y unos derechos de ciudadanía aceptados por todos. De hecho, los últimos 36 años han configurado la anomalía histórica de una convivencia en paz y con libertades sostenida en el tiempo.

Sin embargo, pareciera también que ese viejo demonio escondido en nuestro ADN pugnara por volver a hacerse presente para cumplir el funesto designio de la autodestrucción. ¿Cómo interpretar si no el empeño irracional de muchos por denostar “régimen cerrojo del 78”? ¿O cómo explicar que sean precisamente los nacionalismos periféricos que más han avanzado en la consecución de sus reivindicaciones de autogobierno quienes nos aboquen al precipicio de la secesión y la ruptura?

No hay base racional para los discursos que invitan a arrojar por la borda toda la institucionalidad construida con mucho sacrificio desde 1978 para disfrutar por fin de unas condiciones de democracia y de bienestar equiparables a las de los vecinos europeos a los que siempre envidiamos. ¿Qué régimen añoran quienes buscan destruir “el régimen del 78”? ¿Prefieren el otro “régimen”? ¿El anterior? ¿De qué “cerrojo” hablan? ¿Del que les permite dar rienda suelta ahora a sus ideas, a diferencia del que llevó a las cunetas, a las tapias de los cementerios o al exilio forzoso a quienes antes opinaban con libertad?

¿Y qué razón asiste a quienes denuncian “la opresión centralista” desde las instituciones más descentralizadas de la historia de España? ¿Qué reclamación “soberanista” bien fundada puede hacerse hoy en el Estado con más competencias transferidas de toda Europa? ¿Cuánta independencia puede exigirse hoy al Estado español cuando ni el Estado español ni ninguno otro ejerce independencia alguna en un contexto de globalización creciente en los problemas y en las soluciones?

¿Y si no hay razón tras estas pulsiones, qué es lo que hay? ¿Ansia desnuda de poder? ¿Afán de cargarse al adversario aun al precio de cargárselo todo? ¿O es cierto aquello de la pulsión irracional autodestructiva?

Sea como sea, solo cabe mantener la esperanza de que el electorado español actúe durante este decisivo año electoral con la racionalidad y la sabiduría de que ha hecho gala durante la vigencia de este bendito “régimen”, con todas sus mejoras pendientes, porque “podemos” temer que la alternativa sería mucho peor.

Rafael Simancas