Era el desenlace más probable. No deja de ser llamativo, sin embargo, que se haya llegado a esta situación cuando, por fin, el Gobierno, a través del Ministro de Trabajo, ha dicho que iba a presentar concreciones sobre sus propuestas. Justo cuando se cumplía el plazo último establecido por el Gobierno para llegar a un acuerdo o, en su defecto, elevar un decreto a la aprobación del Consejo de Ministros., Ello produce enorme perplejidad. ¿Cómo se ha podido estar negociando tantas semanas sin saber las concretas y exactas propuestas gubernamentales? ¿No sería más lógico que cuando se han presentado, finalmente, concreciones es cuando se iniciaran las negociaciones y no cuando se procediera al cierre de éstas? ¿Las concreciones que va a presentar/ha presentado el titular de Trabajo son las mismas que, previsiblemente, tiene Economía ya elaboradas, y guardadas en el cajón por si hay que ir al decreto?
En todo caso, seguimos sin saber exactamente los términos concretos de la discusión y de las propuestas. Es imposible, en estas condiciones, saber cuáles han sido las causas concretas del desacuerdo. Pero podemos hacernos una idea de los obstáculos y condicionantes que lo hacían improbable. .De entrada porque es difícil ponerse de acuerdo en el último momento cuando, en lugar de sobre formulaciones absolutamente concretas, se ha estado debatiendo de supuestos. Me recuerda aquel chiste de Gila en el que un perspicaz sabueso preguntaba en voz alta ¿alguien ha matado a alguien? con la intención de ver si alguien soltaba prenda. Segundo, porque dado que el Gobierno se ha comprometido a presentar una norma en el Consejo Europeo de la próxima semana, la patronal tiene el convencimiento, de que el decreto le resultará más favorable que el pacto con los sindicatos. Tercero porque es impensable un acuerdo rompiendo la sintonía intersindical.
Añadamos a esto que lo que demandan los que desde hace treinta años vienen exigiendo reformas laborales drásticas son los que mandan en los mercados, en los bancos, en las instituciones nacionales, europeas e internacionales; y todos ellos exigen una reforma que no sea descafeinada. Y, que junto a la reforma de las pensiones, se dé un tajo profundo al Estado social en Europa, creando precedentes en los países más debilitados. Cuando los mercados son la referencia, el alfa y el omega de la adopción de una medida, lo que se reclama no es una discusión objetiva, sensata, eficaz y consciente de los difíciles equilibrios que se manejan cuando se procede a una operación tan sensible como la modificación de las instituciones que regulan el trabajo. Lo que se persigue, bajo distintos argumentos y mixtificaciones, es debilitar la protección del trabajo para hacerlo más barato. Y en ese objetivo, no les vale cualquier reforma.
Finalmente, y sobre todo, los acuerdos laborales cotizan bajo en los mercados. Los mercados creen mucho más en el desacuerdo que en el acuerdo. Si no hay acuerdo, si los sindicatos no lo pueden aceptar, es señal para los mercados de que la reforma es mucho más confiable. Es, por otra parte, lo que ya nos sucedió durante la reforma laboral de 1994. Una reforma también realizada para calmar las exigencias de los mercados. Aunque no tengo espacio para explicarlo en toda su complejidad incluso intrasindical el mayor obstáculo para que entonces hubiera un acuerdo fue que al Gobierno de la época le resultaba mucho más vendible el desacuerdo a los mercados y los sectores económico-mediáticos que son su expresión.
Ante un decreto con un contenido previsiblemente nada satisfactorio globalmente, lo más probable es que los sindicatos convoquen una huelga general. Seguramente esa será una decisión compleja. No porque consideren que las medidas que se adopten por la vía parlamentaria no se la merezcan. Tampoco por cálculos políticos: no creo en absoluto en que la convocatoria o no de de una huelga general vaya a influir de forma decisiva en el resultado de las próximas elecciones, locales o generales. La decisión de ir a la huelga se tomará, más bien, porque no es posible no hacer nada sin que la desafección ciudadana que afecta a la política se extienda a los sindicatos más allá de éxito más o menos rotundo de lo que se haga ; y porque es difícil articular una respuesta y movilizar a la ciudadanía en torno a otra alternativa que resulte más factible.
Tengo claro que los que se alegran del supuesto fracaso de la huelga de los empleados públicos o del que predicen a una huelga general se equivocan. Algunos empleados públicos pueden haber pensado que era testimonial perder un día de salario sin expectativas de poder cambiar las decisiones ya adoptadas, pero guardarán durante mucho tiempo su profundo enfado para castigar con dureza al Gobierno en cuantas citas electorales se les presenten. Además, si ante agresiones a los derechos de los trabajadores las huelgas u otras acciones que convoquen los sindicatos no obtienen resultados la conflictividad social no va a descender sino que tenderá, muy probablemente, a aumentar. Se hará más específica y localizada, más continuada, más dura y radical. Es lo que está pasando con la conflictividad social en Grecia. Si, efectivamente, fracasan las acciones sindicales quien se alegre por ello está seguramente realizando un análisis bastante erróneo sobre las consecuencias que de tal supuesto se pueden derivar.
Pero, sobre todo, me parece claro que el contexto en el que puede desarrollarse una huelga general tiene, actualmente, características diferentes de las que se han dado cuando se han producido las anteriores.
A lo que se enfrenta el rechazo sindical no es, con mucha probabilidad, a una medida concreta (el decreto laboral) sino a una sucesión de medidas: ahora el decreto sobre la contratación, el despido y las condiciones esenciales de trabajo (artículos 39,40 y 41 del Estatuto de los Trabajadores); en una segunda fase (o quizá en la primera, si les da tiempo o ya lo tienen preparado) seguramente a una modificación de la negociación colectiva; en una tercera a la prolongación de la edad de jubilación; en una cuarta, como ya se ha anunciado, a otro paquete de medidas de ajuste. Los sindicatos se enfrentan no a un acto sino a una secuencia de desafíos, hecho que, seguramente, marcará la articulación de su estrategia de respuesta y de acción.
Un segundo rasgo es que se trata de medidas demandadas, forzadas y avaladas desde el ámbito europeo y mundial. Unas medidas que el movimiento sindical europeo considera parciales, inequitativas y hasta contraproducentes para salir de la crisis; y que, en una u otra medida, están afectando e irán extendiéndose al conjunto de la Unión Europea. Medidas que vienen, además, acompañadas por un salto cualitativo en el modelo neoliberal y por una ofensiva en contra del Estado del Bienestar y el modelo social europeo. Ambas cuestiones reclaman respuestas a nivel europeo que, sin ser en absoluto incompatibles con acciones nacionales, hagan que la política se imponga sobre los mercados y actúe en defensa de la protección social. La UE es el ámbito real desde el que se puede afrontar el desafío sistémico y de modelo de sociedad. Es la hora de la Confederación Europea de Sindicatos, a la que corresponde promover acciones a la altura de los desafíos a los que se enfrentan los trabajadores y los ciudadanos europeos: incluida la posible convocatoria de una huelga general europea.
En la Unión Europea se han abierto, a partir de esta crisis sistémica, dos grandes melones: el futuro del modelo social europeo y el futuro de la propia construcción europea. Lo que plantea a las fuerzas de izquierda (a los sindicatos, pero también, y sobre todo, a los partidos políticos que están demostrando una enorme incapacidad para articular políticas alternativas en el ámbito europeo y mundial) una batalla esencialmente ideológica y política. Una batalla de largo alcance con estrategias globales y sostenidas en el tiempo. De nuevo la izquierda se va a tener que enfrentar a la lucha por un modelo de sociedad, en el que las urgencias son la lucha por la igualdad y el desarrollo sostenible.
En el ámbito nacional, por otra parte, las organizaciones sindicales se enfrentan al consenso de fondo de la inmensa mayoría del arco parlamentario (como ya les sucedió en la huelga general de 1994). Un consenso que sólo puede encontrar fisuras por razones de oportunismo político electoral, por considerar torpes algunas medidas (como la congelación de las pensiones) o por entender que las medidas son insuficientemente duras. Dicho en otras palabras: tienen en contra a todos los medios de comunicación y nadie, salvo Izquierda Unida y algún otro pequeño grupo de izquierdas, va a apoyarles.
Entiendo, sin embargo, que la capacidad de las movilizaciones o huelgas sindicales para deslegitimar o desgastar al Gobierno es menor que en otras ocasiones. Sobre todo porque la desafección y el desgaste político ya lo están sufriendo, tanto el Gobierno como la oposición, por la orientación e inequidad de las medidas de ajuste cuya esencia ha reclamado el 95% del Parlamento, aunque luego unos se hayan abstenido y otros hayan votado en contra y por la impotencia de la política frente a los dictados de los mercados. La huelga general, o cualquier otra medida que se ponga en marcha, añadirá poco a ese desgaste electoral ya muy asentado. Aunque puede ahondar el desconcierto y malestar en el Partido Socialista que aún no ha olvidado como terminaron su anterior periodo de gobierno a mediados de los noventa.
¿Sería, por tanto, inútil una huelga general? No lo creo. No tanto para revertir – inevitablemente a toro pasado ya que explicar, sensibilizar y movilizar a partir de las medidas que se adopten en el campo laboral lleva mucho más tiempo que el que van a tardar en consolidarse legalmente – las medidas que se aprueben, como para evitar otras que pueden producirse escalonadamente (referidas a la negociación colectiva o a las pensiones). Doy por supuesto que, en todo caso, una acción de este tipo estaría entroncada con las acciones ya previstas, o con las que se puedan convocar, en el ámbito europeo. Y, especialmente, me parece muy importante el relato, las explicaciones y el horizonte, que marquen las acciones que se decidan. Hay que explicar la inequidad de las medidas de ajuste. Es necesario exponer las consecuencias de las medidas que se adopten en relación con el mercado de trabajo o las que puedan tratar de aprobarse sobre la negociación colectiva y cómo estas pueden ir exactamente en la dirección contraria de los problemas de nuestro mercado laboral y de lo que necesita desde hace treinta años la economía española. Debe insistirse en la necesidad de un debate nacional respecto al futuro de las pensiones. Reclamar medidas de relanzamiento económico y de creación de empleo, vinculadas a un cambio del modelo productivo. Sobre todo, hay que recordar la urgencia de que la UE sea algo más que un mercado y una moneda (unos espléndidos juguetes en manos de los mercados financieros, pero absolutamente insuficientes para los ciudadanos), defender el modelo social europeo y exigir un cambio radical en el capitalismo de casino. Y dar a los trabajadores y a la ciudadanía perspectivas de futuro, de acción y de esperanza, frente a la desafección, el miedo y el repliegue a soluciones ultraderechistas que avanza en Europa.
Es posible que ello requiera también una interpretación propia de lo que supone el éxito en la actual constelación de fuerzas todas van a ser catalogadas de fracaso de una acción sindical, movilización o huelga general. Los sindicatos pueden establecer sus propios términos de referencia. La huelga general de 1988 se catalogó al principio como un fracaso. Pero se retiró el plan de empleo juvenil y, un año después, se negociaron y firmaron los pactos Gobierno-sindicatos que incluían grandes conquistas sociales. La huelga de 1994, pese a su gran extensión, no consiguió muchos resultados a corto plazo y, de hecho, no modificó aquella reforma laboral. Pero abrió la vía a 8 años de acuerdos y de ausencia de agresiones gubernamentales en el ámbito laboral. La huelga de 2002, frente al decretazo de Aznar, se consideró un éxito. De hecho, los sindicatos lograron que el Gobierno retirara 6 de las 7 medidas propuestas (aunque luego se demostró que la séptima era una bomba de efecto retardado, con la supresión de los salarios de tramitación y la instauración de los despidos exprés). Y, probablemente, con el apoyo del PSOE a la huelga, decidido a última hora, comenzó Zapatero a cimentar las bases de su victoria en 2004. El éxito y el fracaso está muy condicionado por los intereses de los poderes fácticos y, en realidad, sólo se puede hacer un balance objetivo de los resultados logrados, directos e indirectos, al cabo del tiempo. Para los sindicatos lo importante es que los trabajadores entiendan y compartan las razones, los objetivos concretos y las perspectivas a los que les convocan.