Muñoz Molina defiende con razón que el trabajo de las gentes de la cultura “merece ser remunerado con justicia” y que los bienes culturales, como todos los demás en nuestra sociedad, no han de ser considerados sin más como “bienes gratuitos”. Y Rodríguez Ibarra, admitiendo el derecho de los creadores culturales “a vivir de su trabajo”, reivindica la obsolescencia de los derechos de autor “basados en el uso de un soporte”, y reclama que tales derechos se “repiensen” a la luz de la era digital vigente.
¿Dónde está la contradicción? En el fondo, el escritor esgrime que el avance tecnológico no debe ser óbice para que los autores sigan controlando sus obras y puedan obtener un rendimiento por su explotación. Parece razonable. Y en el fondo también, el hoy profesor argumenta que los protagonistas de la industria cultural no pueden cerrar los ojos a las transformaciones que la tecnología digital provoca en los cauces de acceso a los bienes culturales y en las preferencias de sus consumidores. Pura lógica.
Algunos peros. Ibarra yerra cuando subordina la voluntad de desarrollo de las industrias culturales al supuesto interés superior de la sociedad española en el avance de las industrias tecnológicas, porque ambas dos forman parte de las mejores expectativas de progreso en nuestro país. Tampoco acierta al descalificar el procedimiento vigente en ley para resarcir al creador por las copias privadas de sus obras, puesto que si bien el método es manifiestamente mejorable, hasta ahora nadie ha planteado una alternativa viable. Y resulta injusto al manifestar que “no se conoce el destino de los fondos que se recaudan”, porque más allá de las leyendas interesadas, la propia agencia gubernamental de evaluación de políticas públicas ha avalado la limpieza y eficiencia en el funcionamiento de las sociedades que gestionan los derechos de autor.
Algunos matices también para el autor de “La noche de los tiempos”. Su texto denota una resistencia difícil de entender hacia los cambios que las nuevas tecnologías provocan sobre los hábitos de consumo cultural. ¿Por qué no admitir que los ciudadanos tienen ahora la posibilidad y el derecho de adquirir y pagar solo una canción cuando no les gusta el resto del disco? Además, en su legítima contraposición a Ibarra cae en el tópico prejuicio sobre las remuneraciones indebidas de los políticos y su escasa afección por el trabajo. Si la apreciación resulta injusta en lo general, pincha claramente en hueso al atribuir cualquier tacha moral a un hombre justo como el expresidente extremeño.
Con todo, en el apasionante debate entrambos sobran las pullas personales y se echa de menos una mayor profundización en al menos tres asuntos graves. Primero los riesgos de la cultura del “todo vale y todo gratis”, porque genera falsos espejismos entre muchos jóvenes y porque está poniendo en peligro la capacidad presente y futura de crear y producir cultura en español.
Segundo, la actividad de determinados grupos de interés que dedican mucho dinero y mucha manipulación para camuflar su “lobby” poderoso a base de señalar y estigmatizar a otro “lobby” circunstancialmente rival. A saber: con una periodicidad muy reseñable reverdece en nuestro país el debate sobre “la acción represora de las sociedades de derechos de autor para impedir el acceso libérrimo a los contenidos culturales en la red”. Pero, ¿por qué rara vez se abre paso el debate también interesante sobre los precios muy por encima de la media europea que los españoles pagamos a las empresas tecnológicas por el uso de la red? ¿y por qué no se habla tanto sobre la calidad más que mejorable en el servicio de tales empresas?
Tercero y último, los pescadores en río revuelto. Porque el PP ha visto un filón en este asunto. Resulta paradójico que los defensores a ultranza de la propiedad privada en tantos ámbitos, aparezcan ante la opinión pública como cuasi anarquistas en relación a la propiedad intelectual. La expectativa del rendimiento electoral les anima a la incoherencia en lo ideológico. Pero hay más. Su posición comprensiva ante el gratis total en la red contiene un mensaje poco sutil para el mundo de la cultura, lo que ellos llaman despectivamente “el club de la ceja”. Si se empeñan en escenificar su apoyo al Gobierno, al PSOE o a Zapatero, se van a enterar. Responder con contundencia a esta amenaza sí que es defender la libertad.