A estas alturas hay cosas que ya no se discuten. Nadie cuestiona que los mercados deben están regulados y supervisados, especialmente, los mercados de capitales. Tampoco que el Estado y, en concreto, las Administraciones Públicas, tengan un papel relevante e irremplazable como principales agentes económicos. Recordemos como en los primeros momentos de la crisis, y cuando se desconocía el origen y el alcance de la misma, hasta los más fundamentalistas de los neoliberales reclamaban un paréntesis en la economía de mercado y la inmediata intervención del Estado vía aportación de fondos y garantías a las entidades financieras.

Esa intervención pública se ha producido en prácticamente todas las economías desarrolladas y en estados con tradiciones liberales tan acusadas como Estados Unidos y Gran Bretaña, donde se han aprobado fondos especiales multimillonarios. Estas ingentes aportaciones de recursos públicos no han tenido precedentes en la Historia, y nadie de entre los poderosos se ha quejado de ello. Más bien al contrario.

Sin embargo, los mismos timoratos que corrieron a refugiarse bajo el paraguas del Estado, y que exigieron y exigen su ayuda, siguen cuestionando la gestión pública de los servicios, las prioridades del gasto público y la estructura misma del sistema impositivo. Exigen al Estado que intervenga, pero al mismo tiempo que le señalan dónde y cómo debe hacerlo, conforme a sus intereses, le discuten la posibilidad de mejorar sus fuentes de recursos y se oponen a cualquier mejora de la cobertura social.

Quienes predicaban el “adelgazamiento” del Estado, contribuían a vaciarle de competencias, y privatizaban desde la sanidad pública hasta el ejercicio de la guerra (léase los “mercenarios legales” en Irak), siguen en los mismos planteamientos de siempre. En Estados Unidos se oponen al Plan de Obama de ampliar la asistencia sanitaria, y aquí, en España, siguen predicando la bajada de impuestos. Quieren recibir, pero no contribuir.

La crisis ha puesto en evidencia un modelo de crecimiento económico y a la ideología que lo sustentaba. En el ámbito de la fiscalidad, el pensamiento conservador consiguió imbuir la idea de que bajar y eliminar impuestos era algo provechoso y beneficioso para el bolsillo de los contribuyentes, para las haciendas públicas y, a la postre, para el crecimiento económico general…. y muchos (demasiados) se lo creyeron. Se lo creyeron los ricos porque día a día lo veían en sus cuentas corrientes y en las cuentas de resultados de sus empresas y negocios. Y terminaron por creérselo los menos ricos, las clases medias, porque determinadas burbujas financieras e inmobiliarias les hicieron ver el espejismo de que ellos también podían ser ricos en base a tener unos patrimonios contables con los que jamás habían soñado.

Ahora, con el estallido de la burbuja inmobiliaria, el problema para estos últimos es que esos patrimonios se están desvaneciendo como mantequilla. Y decimos para las clases medias y no para los más ricos, ya que al margen de algunos casos episódicos, la acumulación de capital ha sido de tal magnitud en estos años, que todos los datos estadísticos sin excepción señalan un aumento sustancial de la brecha entre los muy ricos y el resto de la población.

En cuanto los trabajadores de menores recursos, desaparecidos los últimos rastros de una utopía liberadora, pocos sueños les quedan. Ahora deben conformarse y pelear para que no les quiten las prestaciones sociales conquistadas antes del “advenimiento” de la ideología neoconservadora.

Paradójicamente, la izquierda está a la defensiva y aún no ha reaccionado con nuevos y originales planteamientos políticos. Salvo acordarse de Keynes y del “New Deal”, poco más se ha hecho. La iniciativa abierta sobre subida de impuestos la está planteando equivocadamente en términos de solidaridad con los más necesitados, es decir, sobre la premisa de asegurar las prestaciones sociales reconocidas a parados y pensionistas, cuando debería plantearla en los términos de volver a la justicia y a la equidad en el sistema impositivo. En otras palabras, si el Estado necesita recursos deberá exigirlos y obtenerlos en base a los principios que inspiran un sistema tributario moderno, eficaz y justo, y no apelando a la solidaridad de los contribuyentes, sean o no los más ricos. Y esto debe hacerlo en todo momento, cuando hay crisis y cuando no la hay.

Recordemos que 1978, cuando se aprobó la actual Constitución y cuando entró en vigor la gran reforma fiscal del año 1977, la situación económica era más grave que lo es ahora. Al menos, en términos de desempleo e inflación estábamos peor. Además, comenzaba la transición política de la dictadura a la democracia. Pues bien, en esa difícil coyuntura se realizó la Reforma Fiscal que incluyó un Impuesto sobre el Patrimonio, que venía a completar otras figuras impositivas y a dar cumplimiento a lo establecido en el vigente artículo 31 de la Constitución, donde se dispone que “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá carácter confiscatorio”.

Con todas sus debilidades, y hasta 1.996, fecha en la que llega al poder el PP por primera vez, el sistema tributario ha venido aplicando la filosofía implícita en la Constitución Española.

Es a partir de los gobiernos de la derecha, guiados por las ideas económicas neoliberales, cuando estos principios empiezan a ser alterados de forma sustancial. Incluso después de perder el gobierno de la nación, la derecha ha dado continuidad a esta política en sus gobiernos autonómicos, como ha sido el caso de la Comunidad de Madrid. Paradójicamente, el triunfo del PSOE en 2.004 no recuperó la filosofía de progresividad en materia impositiva, sino todo lo contrario.

Se han reducido tributos, se han introducido exenciones y bonificaciones, y se han eliminado impuestos. Han dejado de gravarse determinados bienes de lujo e improductivos que no generan ingresos, pero que constituyen patrimonio y forman parte de la capacidad económica de su titular.

Si esto ha de atribuirse a la caída del muro de Berlín, al síndrome de Estocolmo respecto al neoliberalismo, o a la falta de confianza de la izquierda en si misma, es difícil de dilucidar. Posiblemente, sea el desarme ideológico lo fundamental, pero, en cualquier caso, se ha renunciado a gravar la posesión de la riqueza, y se ha asegurado que estos patrimonios improductivos no soporten carga alguna. Mientras tanto, los productivos seguirán siendo gravados por otros impuestos, con lo que eso supone de penalización de la inversión.

Más grave aún, y para no enmendar esta situación, es alegar argumentos como el fraude fiscal, la exención de hecho por la vía de las sociedades patrimoniales, o la realidad que impone en el espacio económico europeo la libertad de circulación de los capitales. Coartadas inexcusables para los que no quieren tributar, y para los que opinan que sean las rentas del trabajo las que corran con el esfuerzo de llenar las arcas del Estado.

La consecuencia de todo esto ha sido un aumento del desequilibrio ya existente de mayor gravamen sobre las rentas del trabajo y de menor tributación de las rentas de capital. Si ya era evidente durante los 90 que no todos contribuían conforme a su capacidad económica, ahora lo es mucho más.

Por último, y aunque la advertencia de Pedro Solbes cayese en el vacío, la disminución de ingresos que obtuvieron las Comunidades Autónomas por todas estas rebajas fiscales, se ha traducido en una nueva e inmediata reivindicación al Estado para su compensación.

De manera especial, y para el caso concreto del eliminado Impuesto sobre el Patrimonio, los datos de los últimos años, coincidentes con los de mayor crecimiento económico, cuestionan los motivos que llevaron a su derogación, y revelan que era un tributo que con las adecuadas modificaciones y actualizaciones, tenía un largo recorrido.

En los últimos cinco años, los declarantes han aumentado un 9,9%, mientras que la recaudación lo ha hecho en un 98,4%. Por otro lado, hay que indicar que el porcentaje de los declarantes situados en los tramos inferiores de la escala ha ido disminuyendo a favor de los tramos medios y superiores. En otras palabras, no era cierto el argumento manejado de que el Impuesto iba afectando cada vez más a las clases medias, mientras que las altas escapaban a la tributación al utilizar otras vías impositivas menos gravosas.

Lo que había que haber hecho, por el contrario, es una reforma de este Impuesto planteando la exención de una parte importante de los patrimonios de menor cuantía, e incluso que se dejaran de gravar algunos bienes como la vivienda habitual, tal como ha planteado recientemente el sindicato de los técnicos de Hacienda.

No obstante, los ingresos que aportaba este Impuesto eran lo suficientemente importantes como para poder afrontar ahora actuaciones y gastos públicos prioritarios. Sin ir más lejos, con la recaudación obtenida en el año 2007 se financiaría más del 25% del Fondo Estatal de Inversión Local (8.000 millones de euros), o se ampliaría sustancialmente el número de beneficiarios y el importe de la ayuda destinada a los parados que han agotado los subsidios por desempleo.

En definitiva, es probable que haya que hacer ajustes de gran calado en materia fiscal, buscando acuerdos internacionales sobre los paraísos fiscales, incrementando la tributación de las SICAV, y recuperando la progresividad de los impuestos.

Desde 2.004, el PSOE viene defendiendo que la diferencia entre derecha e izquierda se establece en la determinación político-ideológica de las prioridades en el reparto del gasto de las Administraciones Públicas. Para completar este discurso desde la izquierda, hay que indicar que no es posible repartir sin recaudar y que el reparto está condicionado, no solo por el montante de la recaudación, sino también por la manera de obtenerla. Y así, por muy progresista que resulte la aplicación del gasto de las Administraciones Públicas, un Presupuesto no tendrá este carácter si no garantiza que la aportación de recursos desde los contribuyentes se realiza atendiendo a criterios de progresividad y de justicia social.

La gestación de la crisis financiera e inmobiliaria ha puesto de manifiesto muchas cosas en España, sobre las que tenemos que reflexionar. Entre otras, en el desastroso binomio de “ladrillo y corrupción” en los Ayuntamientos y Comunidades Autónomas.

Por eso, cuando hablamos de propiciar un cambio del sistema productivo tenemos que tener presente que ese cambio precisa de considerables recursos públicos, por lo que es imprescindible recuperar la filosofía de fiscalidad que está presente en la vigente Constitución Española.