Resulta enormemente frustrante que las instituciones, los representantes públicos y los medios de comunicación en España deban cuasi monopolizar en estos días su atención sobre el desafío irresponsable del secesionismo catalán, cuando la sociedad española tiene pendientes de resolver problemas sociales y económicos de una gravedad extrema. Pero no hacer frente a este desafío con razones fundadas y decisiones firmes sería, por desgracia, de una irresponsabilidad pareja.

El independentismo catalán no es un fenómeno nuevo en la presente historia de España. Desde la proclamación de la Constitución Española de 1978, que los catalanes votaron muy mayoritariamente, los independentistas han estado siempre presentes como opción anacrónica y minoritaria, pero legítima en el marco de nuestro Estado de Derecho. El secesionismo pierde su condición de proyecto político legítimo cuando sus administradores desafían la legalidad vigente y hacen uso de la mentira para promoverlo.

En el marco de la legalidad vigente pueden defenderse las opciones más diversas. Se pueden promover incluso objetivos que quedan fuera de la norma básica constitucional. Por ejemplo, el legítimo perseguir la autodeterminación de un territorio de España, la proclamación de la república o la propiedad pública de todos los medios de producción, por citar ejemplos extremos. Pero dentro de la legalidad. Proponiendo los cambios constitucionales precisos conforme a los procedimientos que marcan las normas.

Ibarretxe lo hizo así. Quiso cambiar la Constitución para promover la soberanía vasca, llevó la propuesta a las Cortes Generales, perdió democráticamente y renunció. Mas, Junqueras y compañía, por el contrario, aseguran una y otra vez que no reconocen la legalidad española, que les da igual lo que establezcan las leyes, y que si tienen mayoría de diputados en el Parlamento catalán el 27 de septiembre iniciarán un proceso unilateral de “desconexión” e independencia. La iniciativa de Ibarretxe era errónea pero legítima. La aventura de los separatistas catalanes es ilegal e ilegítima.

Es cierto que no se puede responder con una simple defensa de la legalidad al problema de fondo que ha hecho prender entre muchos catalanes el deseo de separarse de España. No basta, pero es imprescindible. Hay que recuperar confianzas y complicidades para seguir caminando juntos, porque por separado a todos nos iría peor. Ahí está la reforma constitucional propuesta por PSOE y PSC.

Pero, mientras tanto, hay que asegurar que se cumple la ley, y que se responde con firmeza a quienes la desafían. Porque desafiar la ley es quebrar la base misma de la convivencia democrática. No cabe confrontar ley y democracia, o ley y personas, como hacen falazmente los separatistas. No hay democracia sin ley.

Dice Miquel Iceta que para asegurar el cumplimiento de la ley en Cataluña “basta medio abogado del Estado”. Ojalá. Pero si en lugar de medio abogado del Estado, hace falta uno entero, o hace falta hacer uso de los instrumentos que prevé nuestro ordenamiento jurídico, utilícense. Porque renunciar a la ley es renunciar al fundamento principal de nuestra convivencia en democracia y en paz.

Pero además de la ley, cabe exigir la verdad en el debate soberanista. Nadie puede objetar la utilización libre de todos los argumentos al alcance de cada posición. Poco cabe objetar incluso ante el abuso de la exageración, el victimismo o la teatralidad propia de toda campaña. Ahora bien, no puede admitirse la mentira pura y directa con el propósito deliberado de engañar a la ciudadanía.

Mas, Junqueras y compañía mienten cuando dicen que una Cataluña independiente no quedaría fuera de la Unión Europea y de todas las ventajas que conlleva la condición de territorio miembro. Ocultan que ningún país serio del mundo reconocería como Estado independiente a una Cataluña separada de manera unilateral. Engañan cuando aseguran que la causa principal de los problemas económicos y sociales de la sociedad catalana está en el “expolio” fiscal del Estado español, y que una Cataluña independiente dispondría de manera inmediata de 16.000 millones extra por año para gastar.

Por otra parte, el planteamiento plebiscitario de las elecciones de 27 de septiembre choca claramente con la intención explícita de acometer el proceso soberanista si los independentistas cuentan tan solo con mayoría de diputados en el Parlamento catalán. Si adoptan el principio democrático por encima del principio de legalidad incluso, y si quieren conferir al resultado del día 27 un carácter plebiscitario, deberían establecer como condición previa a cualquier proceso unilateral la suma de la mayoría del censo electoral en Cataluña o, al menos, la suma de la mayoría de los votos emitidos en las urnas.

Admitir que adoptarán decisiones unilaterales con el respaldo único de la mayoría de los diputados catalanes, equivale a admitir que actuarán a pesar del criterio de la mayoría de los votantes en Cataluña y la mayoría de la sociedad catalana misma. ¿Dónde queda pues el principio democrático conforme a su interpretación habitual?

Esperemos que no haya opción a comprobar el alcance de los planes independentistas, y que la mayoría de los electores del 27 de septiembre den la espalda con contundencia a quienes aspiran a salvarse a sí mismos a costa de crear un problema gravísimo al conjunto de los catalanes y de los españoles en general.