En las investigaciones que el Grupo de Estudio sobre Tendencias Sociales (GETS), realiza desde el año 1995, una de las tendencias de mayor consistencia que ha ido confirmándose a lo largo de estas décadas no es otra que la previsión de una más amplia participación de las mujeres en la vida pública y, consecuentemente, su mayor empoderamiento como actor social estratégico. Lo cual se vincula, entre otros factores, a su incorporación paritaria en el sistema educativo y a sus óptimos resultados académicos, que se ha traducido, a su vez, en que la tasa de actividad femenina haya pasado, en los últimos años, de un 46,31% en 2005 a un 53,13% en 2013, aunque todavía se encuentre a gran distancia de la media en los países de la UE-27 (65,9%).
Las mujeres de nuestro país han ido asumiendo su nueva proyección social con la naturalidad de los deberes bien hechos y de haber sido socializadas en la igualdad de género, con lo que han ganado sustancialmente en autonomía e independencia. Sin embargo, persisten valores tradicionales que conllevan una segmentación de los roles masculinos y femeninos en el ámbito familiar y en la esfera pública. Y persisten algunas rémoras del pasado que cobran fuerza en un contexto vivencial marcado por una crisis económica a la que no se ve fin y un modelo social desigualitario y notablemente competitivo, que afecta con especial virulencia a las nuevas generaciones.
Posiblemente, en estrecha relación con estas circunstancias, y aunque a priori podría pensarse que la igualdad de géneros está interiorizada entre los jóvenes, desde hace varios años se observan algunos síntomas de que quizá nuestra percepción no se ajuste a la realidad. De hecho un informe de la Federación de Mujeres Progresistas, realizado entre los años 2009 y 2010 en institutos de secundaria en Madrid y Burgos, ya puso de manifestó que los jóvenes participaban de ideas machistas respecto a lo que debía ser una relación amorosa y daban por supuesta una división de roles dentro de la pareja. Así las cosas, el 80% de los entrevistados de este estudio consideraba que las chicas debían complacer a sus novios y más del 40% planteaba que ellos debían protegerlas, en un escenario de robustecimiento del “amor romántico”. En concreto, las cualidades que más se valoraban de ellas eran la ternura (51%) y la comprensión (36,1%) y de los varones la valentía (32,55%) y la agresividad (51,35%).
Una “cualidad”, la agresividad, especialmente preocupante si se traduce en violencia, como parece que pudiera estar sucediendo entre ciertos sectores de la población juvenil, puesto que además adquiere una dimensión más opaca por ser, en bastantes ocasiones, sus canales de difusión preferentes las redes sociales. Los resultados de sendos estudios, presentados públicamente el 19 de noviembre, no dejan lugar a dudas.
El primero de ellos, el Estudio sobre Igualdad y Prevención de la violencia de género en la adolescencia (2013)pone de relieve que los celos son vistos por muchas adolescentes como un acto de amor, que la dependencia y el control se confunden con el cariño y que las que sufren episodios de violencia por parte de sus parejas no los identifican como tal, sino que los justifican como algo natural e inherente a cualquier relación. En este sentido, el informe de Ayuda a Niños y Adolescentes (ANAR) sobre Violencia Infantil en España en 2012 reveló que un 67,4% de las menores que llamaron al teléfono de ayuda de esta entidad porque sufrían violencia de género no eran conscientes del peligro que estaban corriendo.
El segundo de ellos sobre El ciberacoso como forma de ejercer la violencia en la juventud ha puesto el énfasis en que las tecnologías de la comunicación y la información, en las que los jóvenes se desenvuelven con destreza, se han convertido en un nuevo espacio, en una sociedad paralela, en donde la violencia es susceptible de adquirir dimensiones soslayadas, pues los agresores intimidan a sus víctimas desde la distancia, de forma que el Whatsapp, Tuenti y las llamadas al móvil son las vías habituales a través de las cuales se envían mensajes amenazantes, como forma de ejercer violencia de género. De hecho, el 61,7% de las entrevistadas en esta investigación aseguraron haber sido destinatarias de comunicaciones que les hacían “sentir miedo”, el 14,7% declaró haber sufrido presiones para participar en actividades sexuales y el 16,6% indicaba que habían sido difundidas imágenes suyas comprometidas en las redes sociales, sin su consentimiento.
¿Qué está pasando en nuestro país entre algunos jóvenes que reproducen conductas masculinas y femeninas más propias de otras etapas de nuestra historia?, ¿qué interpretación cabe hacer, teniendo en cuenta que detrás de la posición simbólica de las mujeres versus varones en una determinada sociedad y tiempo hay, fundamentalmente, factores culturales e ideológicos?, ¿estamos asistiendo a un proceso de involución cultural? No es fácil dar respuestas certeras sobre un tema de tanta complejidad, de lo que no cabe duda es que todavía queda mucho por hacer en materia de igualdad de género, pues la herencia del pasado está condicionando que ciertos sectores juveniles reproduzcan muchos de los roles que, posiblemente, asumen sus padres y madres en el ámbito familiar. Incluso cabe plantear que en tiempos de crisis, de falta de expectativas entre las nuevas generaciones (54,7 % de paro juvenil) y de una sensación de frustración continua, la agresividad, como arma de defensa, puede cobrar fuerza, en un contexto vivencial percibido como violento y fuertemente competitivo. En definitiva, una sociedad de la que muchos de ellos se ven excluidos y que es el caldo de cultivo para la emergencia de conductas primarias y la confusión.