Hay que repetir, por si quedaran dudas, que el conjunto de acciones de estos años se resume en un gigantesco fracaso, del que por supuesto nadie es responsable, ¡hasta ahí podíamos llegar! El lector que tenga interés que repase las hemerotecas y vea en qué han parado las concentraciones y fusiones, los SIP, las aplaudidas salidas a Bolsa… Todo era el no va más y efectivamente lo era, pero del desvarío. Lo digo no porque se llegara hace un año al rescate, que más parece secuestro, sino porque éste supuso un suma y sigue para ahondar el marasmo del sistema bancario español. A los famosos y alabados test de estrés de la EBA, que en gloria estén, les sucedieron las evaluaciones de los nuevos consultores incorporados al pingüe negocio de la crisis bancaria española, en un constante tejer y destejer. Hasta los más avisados en la materia se pierden con tanta hojarasca legal y tanta sofisticación para encubrir la carencia de ideas para ordenar el sistema crediticio.
El gran descubrimiento fue el montaje del Banco malo, la famosa SAREB, que también necesita asesores de todo tipo y consultores internacionales, poco conocedores de nuestra realidad, para aumentar el morbo de muchos medios de comunicación y facilitar titulares de prensa sobre la decrepitud del mercado de la vivienda y las oleadas de despidos en el sector bancario. Nuestra ligereza ha llegado a tal grado, que todo eso se ve como un festival sin preguntar sobre los beneficiarios del mismo y sin analizar sus consecuencias en términos de competencia bancaria y exclusión financiera. Eso no parece importar a nadie, lo que importa es más madera hasta que acabemos con el cuadro. Por falta de ganas no va a quedar: desde los mensajes oficiales domésticos y europeos hasta el eco entusiasta de los coros y danzas mediáticos el objetivo del economicidio se terminará logrando.
La verdad es que da miedo pensar en la empanada que puede salir de todo esto con los dineros del rescate bancario, que a algunos ya les parecen escasos. Y tanto, si seguimos deprimiendo la economía. Después de las hazañas de estos años el sector bancario español sigue expectante y, en cuanto a la vivificación del negocio que es lo que importa, ni está ni se le espera. La cantinela de la capitalización, que no deja de ser un problema contable en tiempos de normalidad, tiene embebidos a los legisladores a los que parece preocuparles poco lo fundamental, que es, desde mi punto de vista, el funcionamiento de los modelos de negocio. No es de extrañar por eso, que el Estado no diga qué pretende hacer con las entidades a su cargo.
Precisamente, la situación que estamos viviendo no es de normalidad, los activos dañados son ingentes, la liquidez se estrecha y el negocio bancario esta al ralentí. Por ello, discutir sobre si el capital debe ser el 5, el 8 o el 10, me parece que es poco relevante; lo que importa es determinar qué entidades tienen un negocio que genere recursos y actividad, una vez aligeradas, en su caso, de los activos que lastran su balance, de forma que, progresivamente, vayan fortaleciendo sus recursos propios. Ese, a mi juicio, debería ser el objetivo principal. Lo que siempre se ha hecho en las crisis bancarias y que aquí no se ha querido hacer. Si ese objetivo se consiguiera, y el Estado es el que puede hacerlo por su posición preeminente en el sistema, dispondríamos de entidades, grandes, medianas o pequeñas, da igual, de las que desaparecerían los gestores malos o mediocres, para evitar la ruina del modesto tejido productivo que nos quedará después del diluvio.
Por ese diluvio, el Estado será el principal banquero de la nación, partícipe de numerosas empresas, también será el mayor propietario de inmuebles y suelo, y no sé de cuántos sectores más, al paso que vamos. Hacerse los suecos ante esa realidad y pensar que es solo un fenómeno coyuntural es no haber entendido la dimensión del problema, o haberlo entendido y preparar grandes negocios a costa de la menguante riqueza de la nación. Me niego a creer esto último y espero que quede en España alguna reserva de inteligencia política y de honradez pública para evitarlo. Ojalá no sea una esperanza vana.