Con las elecciones catalanas y generales a la vuelta de la esquina, la variable “confianza” aparece como uno de los elementos sobre los que se va a articular la larga campaña y que va a determinar el resultado final.
Sin duda eso es lo que la estrategia política de la derecha pretende. Todos los días aparecen artículos en los medios de comunicación acerca de los temores que sienten las grandes empresas. “El rumbo de la política inquieta a la empresa”, titulaba un conocido rotativo en su suplemento económico de un domingo del mes de julio, combinando inestabilidad política –futuro- con corrupción –pasado (veremos)-, los dos elementos que desde esa perspectiva pueden dar al traste con la tan deseada recuperación de la economía española.
En este contexto, el Partido Popular (PP) quiere aparecer como el mejor capacitado para evitar sustos en el futuro, para generar confianza, sobre todo en lo económico. Quizás por ello en las últimas semanas, y a pesar de la escalada soberanista catalana, el PP ha identificado como primera fuente posible de riesgo el derivado de la potencial participación de formaciones políticas como Podemos en algún tipo de acuerdo de gobierno tras las elecciones generales. Tras las elecciones autonómicas y municipales, y con la totalidad de gobiernos locales y autonómicos ya constituidos, esa actitud da buenas pistas acerca de hacia donde quiere llevar la derecha el debate electoral, al terreno de la confianza y su relación con el crecimiento económico, incluso por delante de lo que pueda ocurrir en Cataluña. Y es así porque esa estrategia sirve también para la confrontación catalana del próximo 27 de septiembre.
Desde el Partido Socialista (PSOE) cuestionamos la sostenibilidad y la calidad de la recuperación económica, sus indeseables consecuencias en materia de desigualdad, y el detestable modelo social al que desde una perspectiva socialdemócrata nos lleva. Sin embargo ese componente cualitativo no es el que preocupa a “los mercados” o al PP. Desde luego no es su principal preocupación, al menos a corto plazo, sino un tema para el debate desde la izquierda.
Si tras la crisis griega el gran reto socialdemócrata consiste en dar contenido social, económico y político a la permanencia de Grecia en la moneda única porque la alternativa conservadora proponía la salida, el “Grexit”, lo mismo sucede para los demás países. Los socialistas debemos ser capaces de construir una alternativa económica rigurosa y creíble que haga compatible el crecimiento económico cuantitativo o estadístico con la mejora de la cohesión económica y social desde una perspectiva de izquierdas y marcadamente europeísta. Y debemos plantearlo generando confianza en nuestra alternativa.
La derecha no va a desaprovechar lo ocurrido en Grecia porque el relato de lo sucedido es terrible. Desde el primer rescate, en 2010, hasta la segunda mitad de 2014, el PIB de Grecia cayó un 25%. En ese tiempo se destruyeron uno de cada cinco empleos y se contabilizaron 27 meses consecutivos de deflación. En su conjunto una destrucción económica similar en magnitud a la que sufrieron los Estados Unidos (EEUU) en la gran depresión.
Sin embargo, y esta es la clave del relato de la confianza, la economía griega creció a un ritmo interanual del 0,4%, 1,7 % y 1,3% en los tres últimos trimestres de 2014, respectivamente, lo que se tradujo en un crecimiento del 0,8% del PIB para todo el año 2014. En enero de este año, mes en el que se celebraron las elecciones en las que venció Syriza, las previsiones de la Comisión Europea situaban el crecimiento de la economía helena en un 2,5% para 2015. Con esas cifras Grecia iba ser la economía con mayor crecimiento del PIB de la eurozona, y se pronosticaba un crecimiento mejor todavía, del 3,6%, para 2016. Además, igual que como ha sucedido en España, la combinación de factores exógenos que han impactado positivamente en el ritmo de crecimiento de nuestra economía –caída de precios del petróleo, depreciación del euro y bajos tipos de interés- probablemente habrían provocado una revisión al alza de dichas cifras.
Así que a nadie le debe sorprender que nuestro ministro de economía, por ejemplo, nos recuerde casi a diario que “desde mediados de 2014 la economía griega crecía, la previsión era que lo hiciera a un ritmo medio del 3%, su deuda pública era sostenible”, y también que “se llegara a hablar de una salida limpia del rescate, al igual que sucedió con Irlanda y Portugal, mientras que apenas siete meses después se estima que el PIB griego caerá en torno al 4% este año”. La diferencia son 7 puntos de PIB, prácticamente todo lo perdido por la economía española entre 2008 y 2014, pero en seis meses.
Como consecuencia de ello la caída acumulada del PIB griego va a acabar acercándose al 30% superando a la de los EEUU en la Gran Depresión. Además, hoy su deuda pública se percibe como insostenible, los bancos han estado más de 20 días cerrados y se mantiene el control de capitales.
Grecia ha cometido muchos errores, demasiados, pero Europa también. No hay ninguna duda sobre ello, lo hemos discutido al debatir sobre política económica y sobre la gobernanza del euro. Pero sin embargo, al margen de las alternativas que pudieron seguirse en cada momento, y de la melancolía que genera recordar las oportunidades perdidas, si analizamos los datos nos vemos obligados a reconocer con fría objetividad las gravísimas consecuencias que ha tenido lo ocurrido durante 2015 en Grecia. En enero Grecia crecía al 3% y ahora cae al 4%. Y es que las realidades no son de izquierdas o de derechas, son realidades.
Y por esta razón la confianza se va a convertir en el eje central de la campaña electoral del próximo otoño, o al menos en uno de los principales. La confianza, ese intangible que se utiliza e incluso manipula, que se quiere moldear y condicionar desde la opinión y las encuestas, inconmensurable pero absolutamente real. Un intangible que unos se atribuyen mientras se lo niegan a los demás. Un intangible que sólo se puede disputar dialécticamente. Un intangible que se relaciona con el crecimiento económico cuantitativo, estadístico, macro.
La teoría económica ha explorado y demostrado la correlación entre crecimiento económico y confianza –empresarial, institucional, como concepto inverso al de incertidumbre, como actitud social-. John Maynard Keynes fue el primer economista que constató que la confianza colapsaba en tiempos de crisis y que en otros momentos, por el contrario, esta variable se convertía en el principal factor impulsor del crecimiento. A escala europea, incluso, por ejemplo, tal y como señalaba en julio el FMI en su valuación anual sobre la zona euro correspondiente al “Artículo IV”, el principal riesgo o vulnerabilidad económica es “un shock moderado en la confianza” –como una previsión de crecimiento más bajo o un recrudecimiento de las tensiones en Grecia- que podrían propiciar un estancamiento prolongado.
Hay entonces una respuesta desde la izquierda, obvia, ya citada, cualitativa. Una respuesta que debemos plantear con la convicción y solidez necesarias para que genere confianza. Por el contrario, se puede discutir el tipo de confianza que alternativamente genera el “modelo Merkel” de crecimiento, un modelo que exacerba la desigualdad. Claro que sí, estamos obligados a ello, aunque no sea fácil porque la desigualdad y la desafección política que generan las consecuencias de la austeridad en amplios sectores de la sociedad son compatibles con el crecimiento macroeconómico y la confianza que predica la derecha.
Una alternativa justa que refuerce la confianza, ese es el reto. No debemos olvidar que nosotros estábamos al mando cuando todo estalló. Nos guste o no, la confianza con su contrapartida cuantitativa es parte fundamental del debate.