La crisis de los refugiados en el este de Europa merece análisis desde diversas perspectivas. La más importante, desde luego, es la que pretende un trato humanitario para esas familias huidas de la guerra que se ha apropiado de sus hogares.

No obstante, la dimensión extraordinaria de este problema y la envergadura de los recursos que han de manejarse en su resolución también resultan útiles para otros debates, como el relativo a la posibilidad de fraccionar los actuales Estados-nación de Europa en sujetos de soberanía aún más limitados.

La llegada a la frontera europea de centenares de miles de refugiadosprocedentes de Siria, Iraq, Eritrea, Afganistán y Libia, constituye un desafío tan importante que ni los Estados más directamente afectados, como Grecia, Hungría o Italia, ni otros tan poderosos como Alemania o Francia, han osado pensar tan siquiera en afrontarlo por sí mismos.

Los Estados-nación no tienen capacidad, ni recursos, ni instrumentos para hacer frente a desafíos globales como el que representan estos miles de refugiados. Por eso han de recurrir a la capacidad, a los recursos y a los instrumentos supraestatales de la Unión Europa.

Es más, la solución definitiva y en origen de este problema, que pasa por poner fin a las guerras intestinas en el oriente medio y próximo, va a requerir de la implicación de otros actores globales, como Estados Unidos y Rusia, muy probablemente.

Este análisis relativo a la vigente crisis de los refugiados en Europa puede aplicarse igualmente al resto de los grandes retos a los que hacen frente las sociedades de nuestro tiempo, desde la regulación de los mercados financieros internacionales hasta la lucha contra el terrorismo yihadista, pasando por las consecuencias del cambio climático o los periódicos riesgos de pandemia.

El sentido de la historia no se dirige hacia el fraccionamiento de los espacios públicos de soberanía, de decisión y de acción colectiva, sino hacia su agregación y su globalización. Si cada día constatamos las limitaciones de los Estados-nación para atender las legítimas demandas ciudadanas de desarrollo y justicia social, ¿cómo puede sostenerse racionalmente que tales demandas podrán satisfacerse, por ejemplo, en una Cataluña desgajada de España y de la Unión Europea?

El oficialismo independentista en Cataluña procura soslayar un debate racional mediante la excitación de los sentimientos de la ciudadanía. Así, en lugar de contribuir a un análisis riguroso y ponderado sobre aspectos positivos y negativos del separatismo, se dedica a magnificar supuestos agravios, a señalarse falsamente como víctimas y a engañar a los catalanes en torno a las formidables ventajas de la desconexión con España y con Europa.

Un debate racional sobre el separatismo catalán ha de aludir necesariamente al anacronismo que supone exigir independencia y desconexión en el siglo de la interdependencia y la interconexión progresiva. Y ha de alertar sobre los riesgos económicos asociados a las fronteras, los aranceles y las rupturas de los mercados. Y debe enfrentarse a las consecuencias de vulnerar la ley catalana, la ley española, los tratados europeos y la legalidad internacional, que solo contempla la autodeterminación para casos que difieren radicalmente de la situación catalana.

Tan solo un vistazo a los noticiarios televisivos de estos días debiera convencer a cualquier catalán de lo contraproducente que resulta quebrar, restar y separar, cuando la razón práctica conduce a sumar capacidades y esfuerzos ante la magnitud de los retos que tenemos por delante.