La globalización financiera tal como la conocemos hoy, que se inicia en los setenta y se intensifica en la década de los ochenta del siglo XX, tuvo consecuencias muy negativas tanto en esa década como en la siguiente. La de los ochenta fue la del ajuste duro de los países menos desarrollados y endeudados. La de los noventa fue la de las crisis monetarias y financieras que afectaron al Sistema Monetario Europeo, América Latina, Rusia y países asiáticos.

Las turbulencias de los mercados financieros estaban a la orden del día y generaron excesivos costes sociales, que recayeron, como suele ser habitual, en los más desfavorecidos, tanto en lo que concierne a los países como a las clases sociales. Como consecuencia de aquello surgieron movimientos sociales como ATTAC, que proponían la necesidad de regular esos mercados y de aplicar un impuesto que evitara tantos movimientos especulativos. Se hicieron análisis rigurosos por economistas que al tiempo que denunciaban las desigualdades que se estaban generando, avisaban de los peligros que suponía ese auge de las finanzas.

Los economistas convencionales trataban de desprestigiar tanto a los movimientos sociales como a los economistas críticos, a los que consideraban radicales y extremistas en sus actuaciones y sus planteamientos teóricos. Al fin y al cabo –venían a decir- no son sino grupos y pensadores que siempre están en contra de la economía de mercado, haga lo que esta haga, pues se trata en la mayor parte de los casos de antiguos personajes de izquierda fracasados en sus alternativas y que buscan cualquier pretexto para ejercer la crítica del sistema capitalista y utilizan cualquier tipo de argucia para ponerlo en cuestión. En aquel momento habían encontrado en la globalización otro pretexto para la crítica.

Sin embargo, razonaban los economistas convencionales, a pesar de aquellos augurios tan negativos, la economía mundial avanzaba, crecía a unos ritmos extraordinarios, y cada vez mayor número de países emergentes se integraban en el mercado global. Estos hechos mostraban una realidad que contradecía claramente los análisis de unos cuantos resentidos. Lo que se estaba produciendo no era otra cosa que el triunfo de la economía de mercado y la globalización financiera frente a sus críticos. El siglo XXI mostraba esos crecimientos y las turbulencias financieras prácticamente habían desaparecido del escenario.

Se respiraba un gran optimismo y el ciclo expansivo parecía no tener fin. No obstante, sí se estaba produciendo el fin de ese ciclo de crecimiento, que encima está suponiendo un gran descalabro. La crisis, que ha puesto en cuestión a varios sistemas bancarios de países avanzados y ha hecho necesaria la intervención del sector público para que no se desmorone el sistema financiero, recae una vez más sobre los más débiles, sobre las clases trabajadoras e intermedias. No sabemos con precisión lo que puede durar y cuánto se puede extender. No hay liquidez suficiente en el sistema, y de esa falta de liquidez se ha pasado a la falta de solvencia. Nos encontramos sin duda en una situación de extrema gravedad.

Esta es una situación que no había sido prevista por los poderes públicos ni las instituciones privadas. La enfermedad se extiende con gran rapidez pues el sistema se encuentra contaminado por un virus que se expresa en gran cantidad de títulos de elevado riesgo que no tienen ningún respaldo de valor real. No sabemos cuántos títulos sin valor existen en el mercado y cuántos tiene cada una de las diferentes instituciones financieras. Esa oscuridad contribuye a la pérdida de confianza.

La economía en los últimos tiempos se había basado en la obtención de ganancias rápidas y fáciles sustentadas en comprar y en vender de todo, hipotecas, bonos, letras, y sin saber muy bien qué respaldo había detrás de todo ello pues lo que primaba era el enriquecimiento de unos pocos a costa de la mayoría. La responsabilidad de los poderes públicos por no poner coto a todo esto, por haber favorecido ese proceso y haber dejado hacer es enorme. El fundamentalismo de mercado ha vuelto a hacer de las suyas y parece que no se quiere aprender de las experiencias de la historia.

Los críticos, que quieren ser ignorados por la economía oficial, han tenido razón, pues sus argumentos se sustentan en análisis más profundos que los realizados por la economía convencional. La globalización financiera ha sido desde sus orígenes un desastre, y ahora se encuentra agravada por esta crisis cuyas consecuencias no sabemos con exactitud cuáles serán. Dejar las decisiones económicas, tanto las públicas como las privadas, en manos de tantos insensatos e ignorantes nos ha llevado a un callejón cuya salida no alcanzamos siquiera a atisbar.