Hace escasos meses, en el barrio céntrico y muy burgués de la Dalbade, siempre en Tolosa, un cura de 66 años fue nombrado párroco y públicamente declarado miembro del Opus Dei. Cuando celebró su primera misa, unas decenas de ciudadanos se congregaron delante de la Iglesia para apoyar la protesta del municipio socialista de la ciudad. Manifestación silenciosa, pero manifestación. Sus motivaciones no tenían nada que ver con la Iglesia, sino con el Opus que invadía un terreno “sagrado” en las Instituciones francesas: la separación del culto y de la política…

En estos últimos días, un ciudadano de Valladolid ha tenido que recurrir a la Justicia para que se respete la constitucional no confesionalidad del Estado Español y se retire un crucifijo del aula de su hijo. No me ha extrañado la protesta de las autoridades eclesiásticas de la ciudad y, entre las declaraciones leídas en la prensa, la de una señora de edad avanzada que protestaba contra la retirada del crucifijo: porque se vulneraba la tradición. Claro que podría tranquilizarse pensando que el crucifijo llevaba tantos años en esa pared que su traza quedaría indeleblemente marcada para años, hasta que se pintase nuevamente la aula, lo que de seguro la muy tradicionalista Junta de Castilla y León tardaría en hacer, para que la marca del crucifijo allí quedase a la vista de todos los niños.

Si enumero tales acontecimientos es para ilustrar la profunda diferencia que existe entre una y otra Iglesia. Las dos peregrinan a Lourdes, la ciudad de las apariciones, donde cada año se celebra la asamblea de los obispos franceses, cuyas declaraciones resultan casi revolucionarias, comparadas a las de nuestro Episcopado. Cuando todavía no se había legislado sobre la Memoria histórica, el cura de Rangueil la expresaba en su modesta capilla, ante un auditorio de ciudadanos muy mayoritariamente de izquierda. Manifestaba el respeto de la Iglesia francesa hacia un fallecido, símbolo del exilio republicano. Pero en un barrio burgués, de electorado derechista, la Iglesia designaba a un párroco del Opus, y tal filiación no era disimulada. Interpretada como una provocación por el municipio daba lugar a protestas, siempre respetuosas del culto y de la Iglesia. En los dos casos el respeto mutuo imperaba. La separación de la Iglesia y del Estado, el laicismo asumido desde más de un siglo, expresaba su mutua tolerancia. Que no se crea que ello se debe a la pasividad de una comodona sociedad francesa. En los años 80 cuando el primer Gobierno de Miterrand quiso cambiar las reglas del juego educativo se encontró con un millón de manifestantes movidos por la Iglesia. Y cuando Bayrou, ministro de Giscard d’Estaing, quiso romper una lanza en favor de la Escuela confesional, dos millones de ciudadanos cerraron en la calle el paso a su ley.

En nuestro país resulta difícil, atrevido, avanzar en el laicismo que es una forma de respeto de las creencias individuales y por lo tanto un camino hacia la libertad, pero se avanza. En 2009 hará quinientos años que nació Juan Calvino y con el llegó una visión teocrática de la sociedad en el marco de la virulenta Reforma. No sería mal momento para repasar en el dogma católico tantas cosas que nada tienen que ver con las palabras de Cristo y en muchos aspectos las contradicen. Pero no soñemos con un paso que de seguro no se hará ni desde Roma, ni desde España, pero que podría amanecer en Hispano América, donde las sociedades se revuelven entre la herencia europea y las urgencias autóctonas. Aquí parece que nuestra muy católica Iglesia no se conformara con el abandono de privilegios seculares desparecidos en tantas democracias, pero que aspiran a rebrotar con los incendios de los integrismos. No entiende que por esa vía se acerca cada día más a la desafección, a la crítica, a la censura y así pierde el respeto de muchos ciudadanos tolerantes, cristianos y hasta católicos. Claro que hace lustros que piensa que el crucifijo, más que una cruz, es una espada. Todo depende de por donde se le coge. En vísperas de Navidades vale pensarlo.