Sin embargo, la violencia, máxime en tiempos difíciles como en los que nos encontramos inmersos, definida por la Real Academia como “la acción y efecto de violentar o violentarse” está más presente que nunca y se manifiesta y percibe por doquier en un contexto darwinista del “sálvese quien pueda”. Es, desde mi punto de vista, una violencia menos visible, pero violencia en sí misma, pues conlleva una tendencia a actuar o a responder con niveles altos de agresividad. Seguro que alguno de ustedes han vivido en sus propias carnes improperios de ciudadanos que parapetados tras el volante de sus automóviles hacen verosímiles al doctor Jekyll y el señor Hyde.
Pero, quizá la violencia más preocupante sea la menos perceptible, la que por verse como algo natural, no se tilda de violencia. Es la violencia que viven, en estos momentos, los cerca de doce millones de personas que en España se desenvuelven en la pobreza y la exclusión social; es la intimidación a la que está sometido un país que sufre continuos recortes en presupuestos sociales; es la dureza institucional hacia los sectores sociales más vulnerables, los paganos de los malabares financieros malintencionados de los más ricos y poderosos.
Los ancianos están resultando especialmente afectados por esta violencia velada, asociada a una valoración social de la vejez como un estado deficitario en términos de salud física y mental, de dependencia económica y de desarraigo. Por ello, cada vez es más frecuente una modalidad de “ancianidad aislada”, que podría asimilarse -salvando las distancias- a la situación en la que vivían las generaciones de mayores en las sociedades cazadoras-recolectoras, en las que al tornarse “improductivos” su comunidad decidía abandonarles a su suerte o ellos mismos lo hacían de ‘motu proprio’, como en el caso de algunos indios americanos, que se escondían en cuevas a la espera de su fin.
La iniciativa en alguna Comunidad Autónoma de convertir hospitales, de reconocido prestigio y punteros en investigación, en geriátricos (para personas mayores de 75 años) resulta cuanto menos inquietante. Inquietante por contextualizarse en un escenario de profundos recortes sociales y sanitarios; inquietante porque en su mayor parte los planes estratégicos de geriatría no contemplan, bajo las actuales circunstancias, la creación de centros de estas características; inquietante porque tampoco las principales asociaciones de médicos geriatras y gerontólogos se han manifestado conformes con la institución de servicios especializados en población mayor. Inquietante, finalmente, porque tomar decisiones de estas características -aparentemente improvisadas- tendría efectos negativos sobre la salud de los pacientes que, en estos momentos, están siendo allí atendidos por especialistas de primer nivel; pero, también, sobre los abuelos que fueran allí derivados, si efectivamente estos geriátricos no dispusieran de los recursos y de los medios adecuados a sus necesidades.
Tomar decisiones de este tipo es arriesgado, pues cabe interpretar que detrás hay una intencionalidad insolidaria hacia los ciudadanos de más edad, incluso de eugenesia negativa, que nos recuerdan las disposiciones legales adoptadas en algunos Estados norteamericanos, a principios del siglo XX, relativas a los internamientos y aislamientos de sectores sociales concretos.
Afortunadamente, alguna de estas iniciativas, a consecuencia de la movilización de los trabajadores y de los pacientes de estos hospitales, se han paralizado, aunque habrá que estar muy atentos a cómo se desenvuelvan los acontecimientos en los próximos meses, pues en unas condiciones de precariedad y de recortes en múltiples ámbitos de lo social, sin apreció de cambios a medio plazo, podría ser verosímil el regreso enmascarado de la caverna del indio. Y, desde luego, nos arrastraría a estadios de nuestra historia tan alejados del presente, que nos haría retroceder sustancialmente en términos de humanidad.