Joseph Stiglitz y otros reputados analistas han alertado sobre “el precio de la desigualdad” en términos económicos. Las sociedades cohesionadas y con derechos sociales garantizados no solo alientan la demanda interna con su mayor consumo. Además, resultan económicamente más eficientes, como lo demuestra el funcionamiento de las economías propias de las sociedades desarrolladas del centro y el norte de Europa. Más precariedad social no equivale a más competitividad y más crecimiento. Todo lo contrario.

El empobrecimiento de las poblaciones más castigadas por la crisis y por la ulterior estrategia austericida está llegando a límites terribles en naciones acostumbradas hasta hace poco tiempo a vivir razonablemente. Es el caso de Grecia, de Portugal, de Italia y de España, por supuesto. Los últimos informes de Cáritas, de Alternativas y de Sistema alertan sobre la existencia de más de 11 millones de españoles por debajo del umbral de la pobreza, 3 millones de pobres severos, cerca de 2 millones de familias con todos sus miembros en el paro, más de 2 millones de desempleados, más de tres millones viviendo de los comedores sociales… Sencillamente no es soportable.

Pero, por si la ineficiencia económica y el riesgo del estallido social no son argumentos suficientes para que Merkel y compañía rectifiquen sus políticas irracionales, habrán de tener en cuenta también la previsible quiebra del régimen político vigente. Europa no sobrevivirá si se condena a la indigencia a la mitad de su población. La derecha centroeuropea, que detenta el poder en el continente, deberá cambiar su estrategia. Si no lo hace por convicción ideológica, por cálculo económico o por razones morales, habrá de hacerlo por pura supervivencia. Cuanto antes se den cuenta, mejor.

La percepción que se tiene de Europa en las poblaciones castigadas del Sur está pasando del escepticismo a la irritación y la beligerancia crecientemente violenta. Las troikas son hoy recibidas con pitos, pero puede que mañana se las reciba de forma más contundente. En Grecia, en Francia, en el Reino Unido vuelve a señalarse con el dedo a los inmigrantes como la causa de todos los males, y los viejos demonios del siglo pasado parecen despertar.

Los partidos tradicionales que articulaban la representación política y encauzaban los estados de opinión están siendo desplazados por otras referencias, con discursos que regalan los oídos de los más frustrados por la inoperancia de las instituciones democráticas. En Grecia avanzan los extremos, y en Italia los ciudadanos cambian la democracia impotente por la plutocracia indecente (Berlusconi), la tecnocracia cómplice (Monti) y la acracia irresponsable (Grillo). ¿Ocurrirá algo parecido por aquí?

La ortodoxia insiste en sus prioridades: primero el déficit, segundo el crecimiento, tercero el empleo. Hasta ahora, la oposición socialdemócrata contraponía: primero el crecimiento, segundo el empleo, tercero el déficit. Quizás haya que transformar las reivindicaciones: primero el empleo, segundo el crecimiento, tercero el déficit. Y antes que nada un Plan de Emergencia Social que asegure la atención de las necesidades sociales más básicas para toda la población. Porque esto no es sostenible.

Unos pocos números para terminar. Una renta básica de ciudadanía de 600 euros por 14 pagas anuales para los tres millones de pobres severos en nuestro país, supondría tan solo un coste equivalente a la mitad del último rescate europeo a la banca española. Nadie pone en duda que el sistema financiero debe sobrevivir, cueste lo que cueste. ¿No merecen la misma consideración, al menos, esos millones de seres humanos a los que la codicia del sistema financiero arrojó a la pobreza?

Ojo. Ya no apelamos a la racionalidad, sino al mismísimo instinto de supervivencia, porque se agota el tiempo. Y la paciencia.