El vértigo se produce cuando a ese concepto abstracto, la desigualdad, se le ponen cifras o caras. Partimos de un conocimiento general que a veces es preciso recordar: desigualdad y pobreza no son la misma cosa. Una sociedad puede ser muy desigual independientemente de que sea pobre o rica, como le ocurre a la de la mayoría de los países en desarrollo y a Estados Unidos, respectivamente. Un dato habla de promedios y el otro de cuántos se alejan de esa medida central y cuánto lo hacen. Lo que es más relevante es saber que la desigualdad amplifica el efecto nocivo de la simple “pobreza bruta”. El tan renombrado índice de Gini acota y cuantifica esa idea de la desigualdad. Se mueve en una escala que va de “0” (todos son iguales) a “1” (un individuo lo tiene todo y los demás no tienen nada). La grandeza de esta elaboración matemática es la de permitirnos la comparación. Gracias a ello, sabemos que este país es más desigual que el conjunto de la Unión Europea de 27 miembros, porque España en 2013 arrojó un índice de 33,7 y aquéllos de 30,5. Sabemos también que nuestro país es de los que más desigualdad contiene de entre todos los de Europa y que la crisis se ha cobrado ya su buena tajada en forma de incremento de la misma, pues se ha pasado de un índice de 31,9 en 2008 a los 33,7 actuales. Todos estos datos son también de Eurostat, aunque se hayan cocinado de forma diferente a como se hizo en La Moncloa.
La misma realidad pero expresada de otra forma es la que aporta la aludida ONG al explicarnos en su informe que las 20 personas más ricas de España poseen tanta riqueza como aproximadamente un tercio de la población (unos 14 millones de personas). En la Unión Europea el 20% de la población más rica posee 5 veces más que el 20% más pobre, con datos de 2012. En ese mismo año, España muestra el peor indicador de todos los países europeos: más de 7 veces.
En realidad no hay nada de lo que extrañarse: esta crisis ha incrementado la desigualdad de manera grave, porque en su mismo origen se situó la avaricia desmedida de unas élites insaciables que en su obsesión por acumular más no repararon en los riesgos, sobre todo porque los trasladaron a las clases populares para que fueran ellas las que pagaran los platos rotos. Así y no de otra forma surgieron las subprimes, esos artefactos de la maquiavélica ingeniería financiera que con tanta profusión describieron Susan Geroge (Sus crisis, nuestras soluciones; Icaria, 2010) y Branko Milanovic (La era de las desigualdades. Editorial Sistema, 2006), entre otros. Su efecto en términos de aumento de las diferencias sociales ha sido mayor en países como el nuestro, con gobiernos que practican políticas que castigan a los más humildes mientras premian a los poderosos.
Se trata del mal de nuestro tiempo: la riqueza, los ingresos o la renta, que tanto da, es la dimensión internacional cuantificable que más desigualdad ha generado entre países durante los últimos 100 años en el mundo. Mientras que a principios del siglo XX los 5 países más ricos superaban en algo menos de 5 veces la riqueza de los 5 más pobres de mundo, a comienzos del siglo XXI esta diferencia crecía hasta situarse en más de 100 veces (de los 55.000 $ PPA per cápita al año de Singapur, Noruega o Estados Unidos a los 550 de Liberia, Zimbabue y República Democrática del Congo, en 2013).
De los números a las caras, mientras andábamos en estas disquisiciones éticas nos encontramos con la noticia de que el Ayuntamiento de Sevilla, del PP, ha amenazado con castigar con multas exorbitantes a quienes busquen en la basura algo para comer. O sea, a los pobres de necesidad. La inhumanidad de tan bárbara medida la justifican los munícipes con una excusa estética, la de que estas manías de algunos insolidarios vecinos afean de forma lamentable la impecable estampa de la bella ciudad andaluza, lo que sin duda provoca desagrado en pobladores, turistas y otros visitantes. A la vez, abundan sobre la legitimidad de la misma, aduciendo un argumento técnico-legal insospechable: la basura que depositan los sevillanos en los correspondientes cubos destinados a tal efecto, desde el mismo momento en que lo hacen, pasa a ser propiedad municipal, por lo que los ciudadanos que osen hurgar en ella intentando encontrar algo que llevarse a la boca están robando al Ayuntamiento, motivo por el que deben ser sancionados.
De todas las imágenes que la desigualdad rampante en que vivimos nos regala cada día, esta será, sin duda, una de las más repulsivas: la de quienes sin carecer de nada le discuten el uso y disfrute de la basura a quienes se encuentran en situación de indigencia extrema. Un humorista gráfico le puso con sorna la guinda a este deplorable asunto. Dijo: “El Ayuntamiento quiere que los pobres se mueran de hambre en su casa”. Lo lamentable del caso es que muchos de ellos no tendrán casa en que morirse, unos porque nunca la tuvieron y otros porque habrán sido desahuciados de las suyas por los Bancos mientras este Gobierno, el que más ha fomentado la desigualdad desde la Transición, no ha hecho nada por evitarlo.