Hace menos de un año se constituyeron en el País Vasco y Cataluña dos parlamentos con importantes mayorías nacionalistas, que no ocultan sus objetivos cercanos de independencia. En esos parlamentos existen otros grupos, algunos denominados constitucionalistas y otros que ni siquiera llegan a eso, como podría ser el caso de los socialistas catalanes. En resumen, el nacionalismo sólo tendrá enfrente opciones ayunas de proyectos o sumidas en la duda sobre qué hacer. No hay que olvidar que la política como profesión y clientelar, que ha tenido su expansión natural en las regiones autónomas, tiene su preocupación en lo que suceda en ellas y en qué medida le puede afectar a la continuidad del ejercicio de su profesión. Salvo excepciones, que sin duda las habrá, para la mayoría de los políticos regionales no nacionalistas su horizonte político vital termina en los límites de su región. Tratarán de buscar acomodo en el seno de los “Estados” que se anuncian. Quizá sin saberlo, son la mejor expresión de la ausencia de proyecto nacional para España; porque no creo que nadie piense que tal proyecto son las políticas de recortes desordenados e injustos que despiertan tanta hostilidad, tanto por su dureza como por su evidente esterilidad. Precisamente estas políticas han sido el catalizador del estallido de la cuestión catalana.
Aunque el lenguaje de nacionalistas vascos y catalanes parezca distinto, menos acuciante en el caso de los primeros, cualquier gobernante está obligado a prever que el fenómeno de la separación se va a producir casi al unísono en las dos Comunidades Autónomas. Y el Gobierno español tendrá que planificar y ordenar la resolución de un problema que no es de carácter administrativo. Es algo que no se puede despachar con un oficio de un ministerio o una sentencia del Tribunal Constitucional, cuyo crédito y autoridad en esas dos regiones, puede que también en las restantes, es más bien escaso, por no decir inexistente. El uso de la fuerza no es aconsejable ni, probablemente, sería consentido por las potencias europeas: no parece viable resucitar el expediente Batet, aunque no hay que descartarlo de forma terminante. En consecuencia, nos enfrentamos al abandono del dañado orden constitucional por parte de una de sus tres vigas maestras, los nacionalistas burgueses catalanes y vascos; las otras dos son, en mi opinión, la Monarquía, y los partidos estatales, PP y PSOE.
De las capacidades de la Monarquía para evitar la riada, permítanme que dude. En paz sea dicho. En cuanto a los partidos estatales, el PSOE sigue lamiéndose las heridas de la derrota electoral, que ha hecho aflorar en su seno contradicciones abundantes sobre todo en Cataluña, uno de los puntos calientes del problema. Hablan de federalismo: ¿Monarquía federal? ¿República federal? ¿O qué? Ya nos lo contarán. Por su parte, el PP goza de mayoría absoluta en las Cortes y, además de ello, aparenta unidad. Y digo aparenta, porque no sabemos cómo responderá el mosaico de las derechas españolas que conviven en él ante la hipotética ruptura territorial de España. En todo caso, parece claro que el Gobierno se encuentra sólo, y con una fuerza más aparente que real, ante el problema. Por eso, hace bien en no agitar las pasiones, pero habría que pedirle que no nos tome por imbéciles y nos explique en serio, sin latiguillos administrativistas, cuál es su plan o proyecto para hacer asumible y menos costoso para el conjunto del país lo que parece un divorcio irreversible. En suma, cómo va a administrar lo que parece el colapso del orden constitucional de 1978.
¿Y la Unión Europea? Pues que es todo menos unión. El silencio de las potencias europeas sobre el independentismo en España es elocuente y quizá pueda llegar a ser interpretado como un apoyo tácito a aquel. No es valladar de nada. Y no sólo eso: sus políticas injustas y alocadas, impuestas con la colaboración de gobernantes mediocres, están sembrando en el Continente ‘vientos de fronda’, cuyas muestras destacadas son el crecimiento de los nacionalismos y de los populismos. Es verdad que España, en materia de auge nacionalista, no ha necesitado ayuda; las políticas europeas se han limitado a ser agentes eficaces para lograr la masa crítica. No obstante, el Gobierno debería informar a los socios europeos del problema y pedir un poco de árnica para que los españoles no tengan que tragarse la ruptura de su país y encima ser apaleados por las exigencias comunitarias. Al fin y al cabo, los duelos con pan son menos.
Una reflexión final: lo expresado perderá validez si las minorías dirigentes españolas, los dioses no lo permitan, agitan nuestros instintos y nos adentran en la violencia. Pero si esto no ocurre, parece evidente que los causantes, por acción u omisión, de la disgregación del país deberán dejar paso a otro sistema constitucional con el que una nueva España, democrática y solidaria, cicatrice las heridas del fracaso de la Transición y aspire a recuperar lazos de entendimiento con aquellos que, ahora, preparan su marcha.