El contenido del editorial, equivalente a las declaraciones efectuadas en estos días por relevantes líderes de la política catalana, merece la consideración de posicionamiento legítimo en la medida en que expresa una opinión respecto a las cualidades de la norma estatutaria y a sus consecuencias en la relación de Cataluña con el resto de España. Ahora bien, tal posicionamiento pierde legitimidad cuando descalifica gravemente como amenazas a la “convivencia” la expresión de opiniones diferentes sobre esa misma norma, o cuando niega capacidad al Tribunal Constitucional para emitir sentencia en virtud de su supuesto “prestigio erosionado”.

No entraré al fondo del debate sobre la pertinencia o no de la última reforma del Estatuto catalán, ni tan siquiera sobre la constitucionalidad o no de su contenido. Sí creo que merece la pena defender claramente la legitimidad de un debate al respecto sin descalificaciones ni amenazas, y desde luego cabe defender la legitimidad del órgano que interpreta la constitucionalidad de todas las normas en España para emitir la sentencia que mayoritaria y autónomamente consideren sus miembros. Sea la que sea. Y sin coacciones.

El Estatuto vigente fue objeto de una tramitación conforme a derecho y se aprobó en el Parlamento autonómico, en las Cortes Generales y mediante referéndum por parte de la sociedad catalana. En virtud de estos hechos merece nuestro respeto y nuestro respaldo. Pero una cosa es esto y otra cosa es la descalificación institucional en nombre de “la dignidad de Catalunya” para todo aquél que ose pronunciar un “pero”. Y claro que hay “peros” por discutir.

¿Puede discutirse la atribución del término “nación” para la realidad política catalana cuando la Constitución solo otorga esta distinción a la “nación española”? ¿Puede un Estatuto establecer la obligación para un español de conocer una lengua además de la que es oficial en todo el Estado? ¿Puede reservarse vía estatutaria un porcentaje de las inversiones del Estado para una comunidad concreta, independientemente de lo que aconseje el interés general en aplicación de los principios constitucionales de la cohesión, la solidaridad y la igualdad de todos los españoles? Desde luego que pueden discutirse las respuestas a estos interrogantes. Y resulta inaceptable que se tache institucionalmente de “ensoñaciones uniformistas”, de “inmadurez democrática” o de “cirujía de hierro sobre la raíz de la complejidad española”, a cualquier planteamiento que se separe un milímetro del “pensamiento único” que expresa el editorial.

Por otra parte, los autores del texto en cuestión practican aquello que denuncian. El editorial habla de un Tribunal Constitucional “empujado” y “orientado”, pero la intención última de tal iniciativa, su contenido, su escenificación y el momento elegido para hacerla pública, solo pueden interpretarse en clave de presión sobre los magistrados para que avalen el contenido del Estatuto vigente. Los argumentos que se ofrecen para deslegitimar al TC son fácilmente rebatibles. Primero, el TC no dicta sentencias para ofender o para salvar la “dignidad” de ninguna sociedad, sino para garantizar el ajuste a la Constitución de una norma. Segundo, ningún pacto político y ningún referéndum de parte alguna del pueblo español puede vulnerar el marco constitucional que nos hemos otorgado todos los españoles y cuya vigencia asegura el TC.

Tercero, la votación de una ley en las Cortes Generales por los legítimos representantes del pueblo español no otorga a esa ley, sea cual sea su naturaleza o contenido, patente de corso para saltarse la Constitución. Cuarto, los miembros del TC jamás tendrán en cuenta las presiones, cuando no amenazas apenas veladas, que se contienen en afirmaciones de siguiente tipo: “Están en juego pactos profundos”, “Se va a decidir sobre el marco de convivencia español”, “Los catalanes piensan en su dignidad; conviene que se sepa”, “No estamos ante una sociedad postrada y dispuesta a asistir impasible al menoscabo de su dignidad”… Tampoco servirán las alusiones a potenciales reivindicaciones al por mayor si el Estatuto recibe una sentencia adversa. Todos sabemos que la reivindicación del concierto económico catalán y la transferencia del aeropuerto del Prat llegarán pase lo que pase en el TC. Porque este comportamiento forma parte de la naturaleza misma del nacionalismo catalán.

Y quinto: si el TC no puede dictar sentencia legítima porque carece de “prestigio”, ¿cuántas decisiones institucionales deberíamos anular en función del déficit de “prestigio” del órgano que la ha adoptado? ¿Está suficientemente “prestigiado” el Parlamento catalán? ¿O el español? ¿Están prestigiados todos los periodistas? ¿Quién otorga el certificado de “prestigio”?

Por el bien de esa “convivencia” a la que convoca el editorial sería recomendable que dejáramos trabajar al TC para que cumpla con su función y dicte una buena sentencia. Y una vez establecida la sentencia por quien corresponde, todos hemos de acatarla. Diga lo que diga. Mientras tanto, la “convivencia” exige más respeto y menos amenazas. Porque si algunos pueden pronosticar “la legítima defensa de la sociedad catalana”, estoy convencido de que el conjunto de la sociedad española también sabrá defenderse.

La “dignidad” de Catalunya y de España se mide también en función del respeto que todos sus integrantes muestran por el buen funcionamiento de sus instituciones democráticas.